Dime con quién andas
Por inverosímil que parezca, en un solo día y en solamente una calle y más bien corta de la ciudad de México, me encontré con una selección tan variada de amistades mías que no creo trivial detenerme a examinar la casualidad y procurar hallarle sentido.
La sucesión de personas con quienes me rocé tuvo lugar en un lapso tan concentrado que no me extrañaría que, al referir el hecho, aumentara en quien leyera estas líneas la sensación de que se trató de una fantasía y no de la realidad que juro que lo caracterizó, pues en efecto no fueron sino unas pocas horas de aquel día cuando vi y crucé palabras si no abrazos con el puñado de gente que ahora identificaré. El nombre de la calle de los encuentros, pues registrarlo no deja de marcar la armoniosa atmósfera que los envolvió, es Avenida de la Paz; y a los delimitantes espacio y tiempo con que se estructuró el azar de aquel jueves, agrego por último trazo de definición que, si bien yo hago desde hace años a una u otra hora pero prácticamente a diario el mismo trayecto a pie, desde el Paseo del Río hasta el alto San Angel, casi nunca antes me había topado con ningún conocido mío y, mucho menos, con quienes me saludé esa mañana entre las ocho y las doce. No quisiera ser indiferente al matiz que estamparía recordar aquí que en idéntica circunstancia, en otras ocasiones, he visto a una que otra figura pública pues, en dicha avenida, que atraviesa la de los Insurgentes y acaba en la de la Revolución, se ubican tiendas, restaurantes y cafés con ventanales y al aire libre en los que está de moda también entre políticos reunirse a ser vistos o hasta a desayunar. El paseante los distingue y, por instinto, explicable aunque vergonzoso, sonríe y sigue su camino.
Pero, aparte de que estas notas no tienen la finalidad de consignar de manera exhaustiva lo que cada encuentro me evocó, sino únicamente cómo el fortuito conjunto puede delinear un poco quién soy, me apresuro a contar que, no bien empecé el ascenso, detrás de un par de anteojos oscuros reconocí a la escritora y poeta Verónica Volkow, nieta de Trotsky, y que entre otros libros destacables publicó el diario de un viaje que hizo a Africa. Dialogábamos sobre una antología mía de cuentos publicados aquí en 2001 en la que incluí uno de ella, cuando escuchamos que alguien golpeaba con los nudillos el vidrio de la ventana de un café a nuestro lado para llamar la atención de ambas o de una de las dos.
Volvimos la cabeza. En vista de que se trataba del prometedor economista Amos Liberman, a quien Verónica no conoce, ella siguió su camino mientras por un momento yo me detenía a contestar el saludo de Amos desde el lado de acá. A señas me hizo saber que necesitaba que su caso se conociera por escrito, pues acababa de ser liberado tras ocho meses de encarcelamiento por un involuntario malentendido con su casera. Asentí sonriente y continué subiendo por la avenida. En eso mi mirada se cruzó con la de la poeta Coral Bracho, sobrina de Andrea Palma, que desayunaba con unos jóvenes. Cambiamos un saludo familiar y gustoso. Más arriba vi a la cineasta Guita Schyfter, que ha filmado a Geraldine Chaplin, hija de Charlie y nieta de Eugene O'Neill. Guita despedía a una pareja de estadunidenses, profesores de literatura hispanoamericana, que abordaban el taxi que llegaba a recogerlos. Antes de que ella tomara la calle del Arbol, donde vive, le pregunté por su marido, el dramaturgo y escritor Hugo Hiriart, que se repone de un infarto cerebral y que, hasta la nueva jefatura de Relaciones Exteriores, que lo removió abrupta y, para México, desafortunadamente, director del Instituto de Cultura Mexicana en la ciudad de Nueva York.
Vi que bajaba por la avenida el politólogo de izquierda Rolando Cordera. Nos sonreímos antes de que él, echando una mirada al reloj, desapareciera por el salón interior de uno de los cafés. Estaba por sentarme a anotar a quiénes había encontrado, al distinguir a la editora, y hoy cónsul honorario de Lituania en México, Beatrice Trueblood, que de una correa conducía a su french poodle Chiquita. Tras darnos un abrazo y despedirnos, prometí transmitir sus saludos a mi hermana y mi mamá. Por último, debajo de largos y lacios mechones negros, que rozaban un par de jóvenes y morenos hombros alzados, advertí la expresión ensimismada de la fotógrafa Lucía Saad, ocupada en recoger con su cámara la reciente construcción de puentes y vías sobre vías en la capital.