Comicios
Las elecciones servían para que la gente se diera a sí misma una autoridad obediente a los deseos de la mayoría, para formar gobiernos representativos y para dirimir las guerras en un espacio simbólico y desprovisto de violencia en el que la ley del más fuerte se convertía en el dictado del más numeroso. Los rostros y los nombres impresos en una papeleta fueron los humildes sucesores de los temibles guerreros que, en combates singulares, se descuartizaban mutuamente, decidían la suerte de pueblos e imperios y ahorraban muchas muertes inútiles. Ese fue el propósito de la pelea individual que sostuvieron, a decir de Homero, Paris y Menelao (Ilíada, canto III). Quién sabe cuántos linchamientos y cuántas riñas callejeras se evitan ahora en partidos de futbol en los que las multitudes desaguan su furia celebrando goles del equipo propio o sintiendo que el balón se les encaja en las entrañas cuando penetra en la portería de los favoritos. Pero en los comicios democráticos se pone en juego, en principio, algo más sustancial que la victoria de un logotipo: intereses, necesidades, fortunas, modos de ver el mundo, formas de organización social, proyectos de país. En principio.
La crisis de las ideologías ha tenido como consecuencia una creciente semejanza de partidos y candidatos con equipos de futbol, en cuyos encuentros lo único que se dirime es el campeonato. Nadie espera que las cosas varíen, fuera del estadio, en función de los resultados del encuentro. Y ahora cada vez menos individuos se dan el lujo de vincular un veredicto de las urnas con cambios esenciales en sus vidas, sus cuadras, sus barrios, sus ciudades y sus países, no se diga el mundo.
La apreciación anterior resulta injusta si se compara a Al Gore con George W. Bush, por mencionar un caso dramático. Si un número mayor (y suficiente para neutralizar fraudes) de estadunidenses hubiese preferido al demócrata hace casi cinco años, muy posiblemente el país del norte y el planeta entero serían hoy sitios más favorables a la vida y menos propicios para la muerte. Pero la presencia de propuestas distintas en unos comicios empieza a ser cada vez más excepcional. La norma y la tendencia indican una creciente frecuencia de confrontaciones no entre programas y propuestas políticas, sino entre sabores y colores: Coca o Pepsi. En materia de política exterior, el laborista Tony Blair resultó ser un heredero ideológico de Margaret Thatcher, en tanto que el derechista Jacques Chirac ha sido un abierto continuador de lo hecho por su antecesor y rival socialista, François Mitterrand.
Por lo demás, la disputa por electorados poco dispuestos al riesgo y al cambio (al cambio, no a la perpetuación, con otras siglas, de lo mismo) ha convertido el centro político en un agujero negro que devora diferencias de fondo y hasta matices. Así las cosas, en las elecciones de anteayer, en Alemania, los votantes decidieron dividir a mitades sus preferencias entre la socialdemocracia convencional de Gerhard Schroeder y Angela Merkel, la privatizadora y neoliberal que amenaza con hacer a los alemanes lo que La dama de hierro hizo a los ingleses. Pero todo apunta a que ni uno ni otra podrán formar gobierno con sus respectivos partidos y que habrán de contentarse con entablar una coalición tan complicada y variopinta que tendrá, en vez del poder, una soberana impotencia y una inmovilidad conmovedora.
Afganistán, otro país que empieza con A, también celebró comicios ese día. Ahí las elecciones carecen de tradición local, de relevancia y de sentido, toda vez que la nación no posee gobierno propiamente dicho, que el territorio afgano es un sitio sin ley y fragmentado por regiones bajo el poder real de grupos armados y señores de la guerra; para decirlo rápido: sigue habiendo zonas en manos de los talibanes. En esas circunstancias, los comicios para constituir un parlamento que legislará sobre la nada son un ejercicio de simulación, un filtro para reducir el número de ocasiones en las que el gobierno de Estados Unidos debe escuchar que es una potencia ocupante y el país asiático es un protectorado.
Es lamentable que las elecciones sean el estrecho y tortuoso embudo por el que deba transitar la esperanza de la gente. Es una pena que no haya otra manera. Y no la hay casi en ningún lado.