Usted está aquí: martes 20 de septiembre de 2005 Política El sexenio mocho

Javier Wimer

El sexenio mocho

El águila mocha que el gobierno implantó ilegalmente en lugar del símbolo patrio hoy resulta anuncio de la brevedad de su vuelo, augurio cumplido de que estamos viviendo lo que Hobsbawm llamaría un sexenio corto y nosotros un sexenio mocho. Expresión que aquí empleamos en el sentido de inacabado, de incompleto, de trunco y no en el sentido de católico y de quien en política es de ideas conservadoras, reaccionario, mexicanismo que tiene por origen probable el ala cortada o mocha de los sombreros usados por los ejércitos conservadores y que tan bien cuadra a la beatería pueblerina de algunos funcionarios.

No supo el Presidente de la República utilizar el poder que le confieren nuestras leyes y nuestra tradición política para convertir la alternancia en una genuina transición democrática y llega al fin de su mandato sin haber cumplido las promesas y expectativas en que fundó su triunfo en las urnas. Antes de su quinto Informe y antes aun de la renuncia del secretario de Gobernación, que inauguró, digamos oficialmente, la temporada electoral, ha quedado en claro que ya se había agotado el tiempo del sexenio. Al Presidente se le fue el tren y nos dejó en una estación donde todos gritan y nadie manda.

La notoria ineptitud del gobierno para fijar el rumbo del país, para asumir el liderazgo que le corresponde en el proceso político, para negociar con las minorías del dinero y con las mayorías parlamentarias, ha creado un vacío que va siendo ocupado por instituciones y actores no previstos en el programa oficial. Tal es el caso de las repetidas intervenciones de la jerarquía católica en acciones prohibidas con la ley, la campaña paralela propuesta por el zapatismo o la reaparición pública de Salinas.

Se dirá que vivimos en otros tiempos y que desconocemos las actuales reglas del juego. El problema no es ése, sino que el viejo régimen ha sobrevivido a la alternancia y que el supuestamente nuevo no ha modificado las estructuras de poder ni sabe cómo manejar el sistema. La mala gestión política y administrativa del gobierno ha contribuido a su propio descrédito y al descrédito de una nación que ha sido víctima permanente de la miseria y de la injusticia y que ahora padece, además, la violencia del narcotráfico y de una de la peores versiones del neoliberalismo.

La crisis es de tal naturaleza y profundidad que incluso ha puesto sobre el tapete de la discusión la viabilidad de México como país independiente. Carecemos, en efecto, de un proyecto nacional y no sabemos de qué vamos a vivir cuando se acabe el petróleo. Nuestra desvalida democracia no hace un buen papel frente al poder del dinero y su desorden es tierra fértil para todo género de frustraciones y de fundamentalismos. A la izquierda, las utopías autoritarias y a la derecha, la represión como forma de gobierno y la obsecuencia ante Estados Unidos como política exterior.

Desde nuestro ingreso a la globalización neoliberal y particularmente desde que suscribimos el Tratado de Libre Comercio de América del Norte se planteó la idea de avanzar hacia una integración total con Estados Unidos. Dicha idea, que parece un despropósito debido a las radicales asimetrías que nos separan de nuestros vecinos, tiene, sin embargo, entusiastas representantes en las altas esferas del poder y, de modo especial, en las secretarías de Relaciones Exteriores y de Hacienda.

Existe, pues, un club o secta anexionista que, por supuesto, no lleva este nombre, pero me resisto a llamarlo integracionista a causa de la desproporción geopolítica y económica que existe entre los dos países. De todos modos nos encontramos a salvo de esta tentación pues, como en la época de Polk, el gobierno de Washington sólo aceptaría apropiarse de nuestro territorio si estuviera libre de mexicanos.

La próxima sucesión presidencial es de singular trascendencia para el destino de México. Los antagonismos ideológicos, los intereses en juego, así como las insuficiencias de la legislación electoral señalan la probabilidad de turbulencias y brotes de violencia. Para evitarlos o para reducirlos al mínimo conviene que los contendientes sean particularmente prudentes y que tomen en cuenta no tanto la malicia, sino la debilidad de un gobierno que, como diría Bernard Shaw de la literatura estadunidense, llegó a la decadencia sin conocer la edad de oro.

 
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