Usted está aquí: lunes 12 de septiembre de 2005 Mundo Hitler: La caída

José María Pérez Gay /I

Hitler: La caída

Traudl Junge nació en Munich, a finales de 1920. Sabemos que estudió ballet clásico y deseaba ser bailarina, pero un vuelco inexplicable del destino la convirtió en secretaria particular de Adolf Hitler. Desde diciembre de 1942 hasta el 30 de abril de 1945, cuando Hitler y Eva Braun se suicidan en el búnker de Berlín, Traudl ordenó los archivos personales, pasó a máquina los acuerdos y la correspondencia privados y, antes de la rendición incondicional del Tercer Reich, tomó en taquigrafía la versión final del testamento político y privado de Hitler. A principios de 1957, cansada de ser una permanente fugitiva, Australia le había negado el permiso de residencia, Traudl regresó a Alemania y escribió la historia de los últimos días de Hitler en el búnker de Berlín. Sin embargo, nunca se atrevió a publicarla. Melissa Müller, escritora y amiga, corrigió el manuscrito, escribió el prólogo y editó Hasta la última hora: la secretaria de Hitler cuenta su vida (Bis zur letzten Stunde: Hitlers Sekretärin erzählt ihr Leben, 2002). Traudl Junge le concedió la primera y última entrevista a Oliver Hirschbiegel, el director del filme La caída; la secretaria falleció en febrero de 2002, unas semanas después de haber publicado su libro.

Marcel Reich-Ranicki, el crítico social y literario más acreditado de Alemania, no entendió lo que había sucedido en su país durante los meses de septiembre a octubre de 2004: "Adolf Hitler murió hace casi 60 años", escribió Reich-Ranicki, "era un individuo mediocre, incapaz de conducir siquiera un automóvil; alguien que envió a millones de personas a la muerte, un cobarde que se suicidó cuando el enemigo llegó ante las puertas de su guarida; su ayudante, Otto Günsche, incineró su cadáver. Sin embargo, durante las últimas semanas, en los principales periódicos, en los programas de televisión más populares y, sobre todo, en el cine, Hitler está más vivo que nunca en Alemania. Mientras la guerra, la miseria y el terror arrasan Irak, Palestina y Sudán, los alemanes nos ocupamos otra vez, con todo fervor, de nuestro pasado que no acaba de pasar".

Marcel Reich-Ranicki se refería al éxito de La caída, el filme de Oliver Hirschbiegel, a cuyo lanzamiento asistieron en esos meses más de 2 millones de alemanes, y que en estos días se estrenó en nuestras carteleras. A principios de septiembre del año pasado, las salas de cine se abarrotaron en Alemania, los programas de televisión sobre la película de Hirschbiegel se multiplicaron. "El filme La caída no es malo", escribía Reich-Ranicki, "es interesante, la actuación de Bruno Ganz me parece soberbia, aunque el personaje de Albert Speer, el arquitecto de Hitler, me parece desdibujado." Andreas Borcholte, en el diario Frankfurter Rundschau comentaba: "A principios del siglo XXI, Adolf Hitler se ha convertido en el icono de la industria televisiva alemana, una de las drogas más fuertes, un mito muy efectivo, la etiqueta de una marca poderosísima." El argumento de Bernd Eichinger se basa en el libro El hundimiento (Der Untergang) de Joachim C. Fest, biógrafo de Hitler y, sobre todo y ante todo, en las memorias de Traudl Junge: Hasta la última hora (Bis zur letzten Stunde).

La caída tiene un escenario: el búnker de Adolf Hitler en el subterráneo de la nueva cancillería en Berlín; el periodo, los últimos 12 días del Tercer Reich, del 20 de abril al 2 de mayo de 1945. Cuando Hitler se refugió en un búnker a 16 metros de profundidad, muros de cuatro metros de ancho, 250 metros cuadrados y 20 estancias subterráneas, los ejércitos soviéticos estaban a 12 kilómetros del búnker, el mariscal Zhukov avanzaba sin grandes resistencias. Los líderes nazis no tenían la menor duda de que la lucha por Berlín, la capital del Reich, sería el punto culminante de la guerra, pero ninguno admitía que ya estaban derrotados. "Los nazis ganarán juntos en Berlín" -Goebbels no se cansaba de repetirlo- "o morirán juntos en Berlín." El ministro Goebbels nunca se enteró de que estaba parafraseando a Karl Marx, cuando decía: "quien posea Berlín poseerá Europa. Y quien controle Alemania, controlará Europa".

La caída es uno de los capítulos imposibles de narrar en la historia de Alemania. El director Olivier Hirschbiegel ha puesto un elenco de excelentes actores: Bruno Ganz, Alexandra María Lara, Ulrich Noethen, Corinna Harfouch. El guión de Bernd Eichinger sigue con todo rigor tanto la descripción de Traudl Junge como la de Joachim Fest, no se aparta tampoco de la magnífica narración de Anthony Beevor, ni de la de Ian Kershaw; pero las críticas estadunidenses, inglesas y francesas han sido demasiado severas: el diario The Independent la calificó como "una mala comedia", el New York Times escribió "lo más notable es lo poco notable del filme", Le Monde le señalaba a Hirschbiegel "su clara intención de volver a Hitler un ser humano como cualquier otro"; por el contrario, el Guardian argumentaba que "ese monstruo, Hitler, es inexplicable en La caída".

Todos los habitantes del búnker eran supervivientes, Hirschbiegel lo muestra muy bien en su largometraje. El distrito gubernamental de Berlín se hallaba acantonado, todas las tropas se habían replegado en esa zona, el Tercer Reich, que duraría mil años, se limitaba a 17 kilómetros, unos 10 mil hombres se habían atrincherado en las calles principales; pero la ruta de escape hacia occidente había quedado interrumpida por el ejército soviético: todos estaban atrapados, no existía salida. Mientras el ejército alemán se retiraba a sangre y fuego al centro de la metrópoli, los verdugos comunes y corrientes, los dueños del patíbulo, salieron por órdenes de Goebbels con sus gruesas cuerdas para colgar a todos los pacifistas que habían puesto banderas blancas en sus ventanas en la avenida Kürfürstendamm. Goebbels hablaba de un virus que anunciaba la peor de las epidemias: la traición. La madrugada del 26 de abril de 1945, Martin Bormann dejó correr el rumor de que Alemania había iniciado negociaciones con los aliados occidentales; pero ese falso rumor se transformó de pronto en verdad incuestionable. Hitler y Goebbels enloquecieron de rabia cuando se dieron cuenta de que Heinrich Himmler, el comandante general de las SS, le había propuesto al conde Bernardotte, representante de la Cruz Roja sueca, un encuentro con el general Eisenhower para negociar el armisticio. Truman y Churchill informaron al Kremlin de la propuesta de Himmler, Stalin respondió de inmediato y sin mediadores: "La respuesta a Himmler que usted sugiere... es del todo correcta: rendición incondicional."

A pesar de que los habitantes del búnker no sabían lo que se estaba fraguando, Martín Bormann, uno de los ayudantes más cercanos al Führer, adivinó los planes de Himmler y escribió en su diario: "Himmler y Jodl han deshecho las divisiones que enviamos para contener a los rusos. Nosotros vamos a luchar y a morir por el Führer, le seremos fieles hasta la sepultura. Muchos pretenden actuar por motivos más humanos, afirman que debemos salvar a los civiles, pero han sacrificado lo más venerable, la vida de nuestro Führer. Son unos cerdos que han perdido el sentido del honor. La cancillería de nuestro Reich está en ruinas. En estos momentos el mundo pende de un hilo. Los aliados nos están exigiendo una rendición incondicional, lo que es igual a traicionar a nuestra tierra patria, Alemania. Hermann Fegelein se ha degradado al intentar huir vestido de civil".

Por un programa de radio transmitido desde Estocolmo, la tarde del 28 de abril Hitler cayó en la cuenta de que la traición era verdad: Himmler había establecido contactos con los aliados. Al ver confirmada la conspiración de "el más fiel de sus compañeros de lucha," sufrió un ataque de ira excesivo, sometió a Hermann Fegelein, hombre de confianza de Himmler, cuñado de su esposa, Eva Braun, a un interrogatorio brutal que llevó a cabo el mismo jefe de la Gestapo, el general Müller. Fegelein confesó entonces saber de las conversaciones de Himmler con Bernardotte, admitió también que deseaba entrevistarse con Eisenhower y negociar la paz. El comandante Freytag von Loringhoven vio a Hermann Fegelein subir escaleras arriba, sangrando de la cabeza, escoltado por miembros de la SS; le habían arrancado de su uniforme todas las insignias propias de su rango, así como la Cruz de Hierro. Bajo el fuego incesante de la artillería soviética que se encontraba a sólo unos kilómetros del búnker, los oficiales de la SS ejecutaron a Fegelein como a un traidor en el centro del jardín de la cancillería. Al caer la noche, Hitler se dio cuenta de que Himmler, y los grupos selectos de la SS, su guardia pretoriana, habían conspirado contra él y su régimen, del mismo modo como los oficiales del ejército (la Wehrmacht) habían atentado un año antes contra su vida.

Cuando a las dos de la mañana del domingo, 29 de abril, después de que el Führer y su esposa se habían retirado a sus habitaciones, Traudl Junge dejó de transcribir documentos y subió a la planta alta del búnker por un poco de comida para los seis hijos de Joseph Goebbels y asistió a un espectáculo que la conmovió y que no olvidaría jamás. A unos diez metros de donde yacían decenas de cadáveres y agonizaban los heridos del hospital subterráneo de la cancillería del Reich, Traudl presenció una verdadera orgía de la muerte. Los 12 oficiales de la SS, un grupo de 30 mujeres jóvenes y guardias del ejército se hallaban poseídos por una suerte de fiebre erótica incontenible, hacían el amor de una forma desesperada, se amontonaban unos sobre otros; las mujeres se habían desnudado, abrazaban a sus compañeros llorando, gemían de placer, dolor y angustia de muerte. Los oficiales de la SS, que buscaban desertores en los sótanos y en los callejones de Berlín, habían llevado a un grupo de mujeres jóvenes, ávidas de saciar el hambre con buenas viandas y escapar de los soldados rusos, a "la gran fiesta de la cancillería." El apocalipsis del autoritarismo nazi llegaba a su fin.

Con todas sus omisiones inevitables, La caída demuestra que no hemos salido del horror de la guerra del siglo XX -una guerra que se prolongó 30 años (1914-1945). No creo que los muertos hayan logrado enterrar a sus muertos: 50 millones de cadáveres cubrieron la tierra. Hubo cerca de 40 millones de heridos, mutilados, dementes. Y los que sobrevivieron resienten todavía el trauma de esos años hasta el fin de sus días. Toda convención humanitaria fue violada: campos de exterminio, genocidio científico, torturas, bombardeos y la devastación de poblaciones civiles. El absurdo del mundo se reveló como nunca antes durante esos días. En agosto de 1945, lo hemos recordado en estas semanas, la humanidad se dio un ultimátum a sí misma con las armas nucleares. ¿Los hombres luchan entre sí por instinto, luchan y se destruyen por dar un sentido a la existencia que no tiene sentido, un objeto a la esperanza que no tiene objeto? ¿Existe en nosotros una pulsión de muerte, como afirmaba Freud? Nunca nos restableceremos de la última guerra, decía el escritor W.G. Sebald: el delirio de sobrevivir, quizá, acabará con nosotros.

 
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