Usted está aquí: lunes 12 de septiembre de 2005 Opinión Irak: el síndrome de Vietnam

Jorge Carrillo Olea

Irak: el síndrome de Vietnam

La verdad es que en términos generales la atención sobre Irak se va diluyendo, signo significativo del síndrome de Vietnam. La atención se mantiene viva sólo por ciertos flashes en televisión y notas en las páginas internacionales que sólo ven detenidamente los analistas y observadores especializados. Como Vietnam en su momento, para vergüenza general, sus dolorosas realidades van siendo tan rutinarias que están perdiendo su impacto en la emoción pública. El fondo de la realidad iraquí, su terrible drama, se va viendo rebasado por las noticias del momento.

Es parte del síndrome de Vietnam. El drama se va diluyendo, cobrando naturalidad, perdiendo su sentido de lo extraordinario: una potencia invasora que intenta establecer sus supuestos valores y formas de vida sobre otra; una cultura autóctona que se defiende dramáticamente; un gobierno ilegítimo instalado al gusto del invasor, pero que ve asesinados a sus ministros en las calles, que ve a su prefabricada constitución sufrir cambios y demoras en su aprobación. Una constitución tan ajena al mundo musulmán que pretende implantar el concepto occidental de federalismo, olvidando el valor de las regiones naturales de las etnias milenarias; civiles no beligerantes son mutilados, desamparados y muertos, los que ya suman 26 mil según datos de una ONG estadunidense Irak Bodycount (www.
iraqbodycount.com); una civilización milenaria semidestruida y saqueada, y en la sede del imperio, voces de reprobación y rechazo a la aventura que crecen cada día, emblematizadas por una madre doliente, Cindy Sheehan, y por el Campamento Casey, montado en protesta a las afueras del rancho presidencial en Crawford. Faltan las grandes marchas en el Mall de Washington que amargaron a Nixon, pero ya vendrán.

En la parte militar, la fuerza invasora resulta insuficiente e ineficiente. Sufre bajas vejatorias para su altanería, crece y renueva sus efectivos cada día, dando con ello muestras de que no hay una próxima salida; pierde aliados, españoles, italianos y centroamericanos. En Vietnam, que es una selva total, llegó a haber 500 mil soldados; para Irak, que es un desierto con ciudades muy aisladas, hay más de 160 mil: la proporción es mayor.

A las tropas las invade el espíritu de la derrota, de la impotencia y repiten actos como los de My Lai, en la provincia de Quang Ngai, donde en 1968 soldados comandados por un joven teniente de 24 años, William Calley, asesinaron a 500 civiles de toda edad y género en minutos. En Irak también se masacra a comunidades enteras en las que por supuesto tampoco se hace distinción de edades, género o militancia. Es una tropa en la desesperación, el más peligroso estimulante de una mano armada.

Sus sofisticados sistemas de inteligencia: satélites, radares, sensores, interceptores de comunicaciones, agentes infiltrados o delatores no logran identificar dón-de será el nuevo golpe, no saben de dónde vienen las armas y explosivos, o no saben cómo interceptarlos. No saben quién o quiénes son el cerebro director de la resistencia, una vez que Al Qaeda quedó descartada. No saben cuáles son sus redes de mando; no saben cuáles son o dónde están sus células operativas; no distinguen entre Baquba, Musayid, Bagdad, Baiji, Kirkuk o Khalis y no atinan a descifrar las posturas político-religiosas ni las misteriosas actuaciones de las distintas etnias.

Las etnias los confunden, no saben cómo operan sus desiguales formas de asegurar su logística de sustento y cómo y de dónde se nutre ésta. No han descifrado los mecanismos de reclutamiento de la insurgencia, tampoco los de su rudimentario adiestramiento y organización. Semejan un Polifemo herido en su único ojo y desesperado, destructor y devorador de sus semejantes.

Como Vietnam, esta guerra está siendo cuestionada por los intelectuales y la prensa libre y analítica de Estados Unidos, pero de éstos, pocos cuestionan la irracionalidad o injusticia de la invasión; los más se duelen por el costo en vidas y sangre estadunidenses. El oficialismo rinde culto a sus muertos, nadie lo sigue, ni en su formalismo ni en su aparentada pena. El pueblo ajeno y de espaldas a su gobierno se duele por la sangre derramada, por los hogares enlutados en sus campos y ciudades. Ese dolor ahora se esparce a Centroamérica, México y el Caribe, tierras del nacimiento de muchos de sus muertos o las de sus antepasados.

Pero a pesar de todo este drama, el dolor por Irak, como lo fue el dolor por Vietnam, se está perdiendo en la conciencia universal. Nuevas noticias, unas frívolas, otras dramáticas, extranjeras y nacionales, tienden velos de olvido sobre Irak, como sucedió con Vietnam, hasta que surja la última nueva que no se anticipa cuál puede ser. De Vietnam salieron derrotados, los últimos volando desde la azotea de su embajada, pero en Vietnam no había riquezas naturales atractivas como el petróleo.

Ocupar y controlar permanentemente Irak como será, aunque lo sea simulando un gobierno local, implica cambiar la geopolítica de la región, asegurando la reserva petrolera más rica y última del universo. Los invasores no se marchan; se quedan a "garantizar la democracia y la libertad". No se marchan los ejércitos, y los soldados que regresan individualmente regresan como los de Vietnam: cubiertos de vicios y de vergüenza. Nadie los recibirá como héroes. Llegan ellos también mutilados, pero más mutilados del alma que del cuerpo, como mutilado queda también para la historia el siniestro régimen de George W. Bush.

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