Usted está aquí: domingo 11 de septiembre de 2005 Opinión EJE CENTRAL

EJE CENTRAL

Cristina Pacheco

Campo de batalla

El viernes por la tarde el agobio de toda la semana se convierte en frenesí de huida. Sólo queremos escapar de la ciudad que nos torturó a lo largo de la semana. En medio de la precipitación los semáforos carecen de autoridad, los señalamientos se transforman en signos perdidos entre espectaculares, graffiti, ofertas, anuncios y propaganda política que nos ofrece un futuro promisorio desde la prehistoria de anteayer.

En su apremio los conductores transforman las calles en trampas sin salida y vuelven interminables y lentas las vías rápidas. El Circuito Interior no es la excepción. Quien circula los viernes por allí tiene que mantenerse alerta para salvarse de las agresiones y rehuir a los otros conductores que zigzaguean o aceleran sin miramientos con el fin de avanzar unos centímetros en la inhóspita ruta hacia su libertad.

Por contraste la loca precipitación arroja, entre muchas consecuencias negativas, una fatal: nos obliga a perder inútilmente horas de nuestra vida que jamás volverán. El trágico balance tiene un aspecto positivo: en medio de la demora, en plena vía rápida, podemos descubrir estrategias de sobrevivencia, tácticas vindicativas y personajes que a la distancia nos cuentan en silencio su propia historia.

La guerra de los mundos

A las seis de la tarde el tránsito en el Circuito Interior se vuelve más intenso. Desde lo alto de sus cabinas los traileros miran con gesto de superioridad al resto de los conductores. Para reafirmar esa posición dominante imponen su ley y siembran el pánico entrando en competencia con alguno de sus pares.

Los automovilistas solitarios consultan su reloj, tamborilean la impaciencia en el volante, hablan por celular, combaten el fastidio encendiendo a todo volumen sus equipos de sonido. Pero ninguna distracción les impide ejercer venganza sobre el vecino que intenta rebasarlos en la banda sinfín de tres carriles.

Sólo las parejas bendicen la demora. Los galanes manejan con la izquierda mientras que con la derecha corresponden a las caricias de sus acompañantes. Ellas se abandonan, sonríen, murmuran frases prometedoras. Su intimidad lo borra todo: desde los espectaculares con la sonrisa de los precandidatos que aspiran a gobernar esta ciudad ingobernable, la cruz de madera que recuerda la muerte de alguien que vivió en el olvido, hasta la figura de un niño envuelto en harapos que exhibe la espantosa mutilación de su brazo izquierdo.

Entre el dolor y la nada

El Circuito Interior, ruta de la huida y sendero de la pasión, es también otro gran mercado donde la necesidad de sortear la desgracia pone en manos de los vendedores las más diversas mercancías: percheros, mapas, alfombras, tarjetas telefónicas, cigarros a granel, juguetes, golosinas y refrescos. En la venta de cada uno de esos artículos el comerciante obtiene la mínima ganancia que le garantiza, aunque sea con riesgo de su vida, la supervivencia
inmediata.

Quien no tiene nada que vender recurre al expediente del dolor: en la lateral del Circuito un hombre, oscurecido por la miseria, lleva en brazos a su hijo enfermo y exhibe una receta en espera de una moneda.

Entre la contaminación generada por miles de motores y el estruendo de cláxones, la multitud de necesitados marcha de prisa y canta sus pregones. Se impone el de una mujer que lleva años vendiendo a la intemperie. En medio del camellón conserva la misma actitud estoica. Lo único que cambia de una semana a otra, de una estación a otra, son las mercancías que exhibe sobre sus hombros o entre sus manos: gorras de lana, abanicos, lienzos de plástico, muñecos de peluche, banderas.

A unos cuantos metros, de cara a la corriente de automóviles, ajeno al peligro, un muchacho inmóvil en el filo del acotadero levanta una cartulina para ofrecer gorditas de nata. A su espalda -casi a la altura de La Polar, cuyo lema es "la mejor birria de México"-, el niño que vende bolsas de cacahuates japoneses convierte su pregón en súplica ante las ventanillas: "Andele, llévese aunque sea una para que yo pueda comprarme un taco".

La casa de los muertos

El congestionamiento de camiones, tráileres, patrullas, ambulancias, combis y automóviles se intensifica a la altura del jardín Juan Ruiz de Alarcón. Abarca el espacio donde estuvo el cementerio Inglés. La que fue su capilla es hoy centro de atención a personas de la tercera edad. De su jardín quedan cipreses, fresnos y algunas palmeras. Dan sombra al teatro al aire libre.

Hoy todo es dominio de un numeroso grupo de niños que viven en la calle: duermen en las gradas del escenario, lavan su ropa en la fuente, juegan o conversan en los prados, muy cerca de los columpios donde algunas tardes sólo se mece el viento.

En el cruce del Circuito Interior y la calzada México-Tacuba los comerciantes aceleran su actividad, se roban el espacio para abordar a traileros y automovilistas antes de que lleguen a la otra orilla del caos, el Rincón del Paraíso, y enfilen hacia la carretera.

Los microbuseros de la ruta 28 con destino al Toreo hacen maniobras arriesgadas para entrar en su "base": apenas un espacio bajo el puente que mira hacia otra ruina: el cine Cosmos. Sobre las rejas que aíslan la destrucción total de su interior enormes letreros insisten en su clausura. En las escaleras hay trapos y restos de comida. Junto a los que fueron accesos a la sala se ven remolinos de cobijas y zapatos desiguales: huellas de otras tragedias.

El voceador repite un pregón incomprensible. De un puesto a su espalda sale el olor de la fritanga: "Tacos de costilla, lengua, chicharrón, huevo hervido: 3.50. Refrescos: 7.50". Una jauría sigue a un muchacho semidesnudo que inhala de una bolsa de plástico. Un hombre vestido de pirata, con el sombrero y el chaquetón recubierto de escudos y medallas, pide ayuda para salvarse del naufragio.

El milagro de las rosas

En medio de este caos suele aparecer una anciana menuda. El cabello dividido en dos bandas y el camisero negro con cuello de encaje la asemejan a la figura de un cuadro costumbrista. Anda despacio, flota, y sus labios jamás se despegan más allá del límite de una sonrisa. Su único adorno, su escudo en ese implacable campo de batalla, son las rosas artificiales con gotas de rocío que la anciana muestra como si no tuviera urgencia de vender.

A veces la desconocida -a quien sólo puedo identificar como La Dama de las Rosas- descansa sobre los restos de una barda que marca el acceso al paradero. Indiferente al estruendo y la precipitación, sin perder la sonrisa, inclina la cabeza con la actitud de quien recuerda o sueña.

Hace varias semanas que La Dama de las Rosas no aparece. Pregunto por ella a las habituales del crucero. Todos declaran que la han visto, pero ninguno ha podido hablar con ella. Ignoran su nombre, de dónde viene, desde cuándo se instala en uno de los cruceros más inhóspitos y vertiginosos de la ciudad.

Por la expresión y el tono con que los pobladores de la calle se refieren a La Dama de las Rosas comprendo que la extrañan. Quizá la echen de menos porque sólo esa desconocida puede obrar el milagro de que en la aridez del Circuito Interior y la calzada México-Tacuba florezcan las rosas.

 
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