Usted está aquí: lunes 5 de septiembre de 2005 Opinión Nueva Orleáns, víctima de Katrina y de Bush

Editorial

Nueva Orleáns, víctima de Katrina y de Bush

A siete días de iniciada la tragedia que se abatió sobre extensas zonas de la costa norte del golfo de México, resulta ya inocultable que esa región ha debido hacer frente a dos catástrofes sobrepuestas: el paso del huracán Katrina, con sus secuelas de vientos arrasadores, desbordamientos e inundaciones, y la imprevisión, la torpeza y la falta de interés con que se ha desempeñado el gobierno federal de Estados Unidos, primero ante las perspectivas de un posible desastre natural y después frente a la evidencia de una catástrofe humana casi sin parangón en la historia de ese país.

Ensimismado entre el final de las vacaciones estivales y su guerra delirante contra "el terrorismo internacional", el gobierno que encabeza George W. Bush prestó oídos sordos a los llamados de alarma emitidos desde el jueves de la semana antepasada por diversas instituciones meteorológicas, las cuales advirtieron que el paso del Katrina por Louisiana, Mississippi y Alabama podía tener consecuencias devastadoras.

Antes, las autoridades de Washington habían invertido en su guerra criminal contra Irak partidas presupuestales que habrían sido destinadas a reforzar y elevar los diques que impedían el derrame de las aguas del lago Pontchartrain y del río Mississippi sobre Nueva Orleáns, urbe mayoritariamente situada en una depresión por debajo del nivel del mar. Una vez que el meteoro tocó tierra y pasó sobre la ciudad, la Casa Blanca se creyó las primeras versiones de prensa de que la ciudad había sido "perdonada" por el Katrina; es decir, que los daños causados por vientos y lluvias no habían sido tan graves como los previstos, toda vez que el ojo del huracán había pasado a unos 50 kilómetros de distancia. A nadie, en el equipo presidencial, le pasó por la cabeza ­pese a que ya se hablaba en esos momentos de la debilidad de los diques­ que lo peor de la tragedia aún estaba por llegar y que las aguas del Pontchartrain habrían de romper las barreras que protegían a Nueva Orleáns y la inundarían.

En el curso del lunes, del martes, del miércoles y del jueves de la semana pasada, una cifra incuantificable de habitantes de esa ciudad y de otros puntos de la costa norte del golfo de México quedaron prácticamente abandonados a su suerte, socorridos sólo por lo que quedaba de las instituciones policiales y de auxilio ­que no era mucho­, atrapados en las partes superiores de inmuebles inundados y desprovistos de agua potable, comida, medicinas y atención médica, sistemas de comunicación y transporte, energía eléctrica, gas y gasolina.

La Casa Blanca, convenientemente auxiliada por los grandes consorcios noticiosos del país vecino, justificó su inacción con el argumento de que Nueva Orleáns y otras regiones afectadas habían quedado incomunicadas y que era imposible hacer llegar ayuda humanitaria ­transportes para la evacuación, equipos médicos y de rescate, agua y alimentos­ en la dimensión requerida.

En el caso específico de la urbe destruida, tal pretexto fue una mentira deliberada, porque al menos dos rutas terrestres de acceso a la ciudad fueron utilizadas, el día de la tragedia y los posteriores, por periodistas de diversos medios y luego por caravanas de asistencia privada. Fuera de unos cuantos helicópteros que rescataron a algunas decenas de personas que se encontraban en los techos de sus viviendas anegadas, el primer acto de presencia del gobierno federal en Nueva Orleáns consistió en el envío de soldados con órdenes de tirar a matar a quienes fueran sorprendidos robando. Pero, como puede observarse en fotografías difundidas por la prensa internacional, la mayor parte de los saqueadores de tiendas estaban en busca de agua potable, bebidas embotelladas, comida, medicinas y material de curación.

Hasta ayer, la labor gubernamental para rescatar a los damnificados por Katrina seguía siendo tardía, insuficiente, insensible y torpe. No es de sorprender, por ello, que en la nación vecina se haya levantado un coro de voces indignadas en contra de un gobierno que no quiso prevenir la catástrofe, que no se enteró de ella sino cuatro días más tarde, que dejó morir a un número indeterminado de sus ciudadanos, que desdeñó las ofertas de ayuda desinteresada que le remitieron gobiernos a los que considera enemigos, como los de Venezuela y Cuba, y que no haya sido sino a siete días de iniciado el desastre cuando presentó solicitudes formales de ayuda al exterior.

La indignación empieza a convertirse en una crisis política de consecuencias potencialmente graves para Bush y su mafia empresarial. No es para menos: un régimen que no es capaz de proteger con eficacia y solidaridad a sus gobernados en un momento trágico no merece mantenerse en el poder. Si la guerra contra Irak, con todo y lo criminal y desastrosa que ha resultado, no ha logrado convencer al grueso de la ciudadanía estadunidense de la inmoralidad y la ineptitud que caracterizan al grupo gobernante, es posible que el desengaño se produzca como resultado de la no menos criminal negligencia de Bush y los suyos ante la catástrofe causada por Katrina.

 
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