La Jornada Semanal,  28 de agosto de 2005        547


N O V E L A

ENTRE LA NEURONA
Y LA HORMONA

ENRIQUE HÉCTOR GONZÁLEZ
Gonzalo Lizardo,
Jaque perpetuo,
Era/ Conaculta,
México, 2005.
 ¿Por qué tiene tan buena prensa una cualidad que, si bien nos distingue de los renacuajos y de algunos políticos, no sirve para diferenciarnos de los delfines y de ciertos monos que jamás se casan y, cuando lo hacen, no invitan a la parentela? ¿Por qué una cuarta de forros puede predisponer tan arteramente al futuro lector de un libro (porque todos la repasamos antes de emprender su desciframiento) cuando anota que "en esta compleja e inteligente novela…" blablablá? Entonces va uno a comprobar la veracidad de la hipálage y resulta que sí, que Gonzalo Lizardo (Zacatecas, 1965) debe ser un tipo inteligente, con vastos conocimientos de música, de historia, de religión o de uno solo que los suplanta: el de cómo escribir una novela en la que la dilatación del tiempo, la recurrencia de los tres protagonistas en escenarios y momentos innumerables, la precisión de la prosa y la evocación constante de saberes científicos de toda índole (desde la geometría euclidiana hasta la química de los gases) arrojen la impresión de que Alejo Carpentier, el más culto de los novelistas hispanoamericanos, ya tiene sucesor.

A pesar de que ciertas imágenes caducas, envilecidas por la literatura o el cine (la copa que se resbala de una mano crispada y estalla en el piso; la "ebria carcajada" tenebrosa), se abren paso a veces en la novela; no obstante la tosca caracterización de algún personaje –el ruin Samuel Villaviciosa– o la minuciosa demostración, incluso gráfica, de determinados esquemas teóricos (la cicloide de Morelli) sean excesivos o inoperantes, el libro se deja leer como una misteriosa mezcla de géneros narrativos –la novela de enigmas y supersticiones, la científica, la de trasunto histórico o la poblada de fantasmas y hechicerías– en un texto breve que alcanza menos a interesar por su trama o su anécdota que a seducir por su destreza estructural.

Los personajes son complejos, las emociones que sienten son inusualmente elaboradas ("una dispareja mixtura de pavor y sorna empapa mi esqueleto"), el triángulo que enmarca su relación rebasa con mucho la variable amorosa para enchufar en una especie de condena inmanentista que los hará repetir e intercambiar sus roles de un modo aleatorio, como si usted hubiera conectado la totalidad del libro a una terminal electrónica que, mediante un shuffle, hiciera girar los destinos y variar los nombres para formar una red de figuras más o menos impredecible. Así, Rael (como el personaje de The Lamb Lies Down on Broadway, una de las obras más ambiciosas del rock conceptual), Morelli (deformación engañosa del Morales español) y Helena (la hache culta no oculta su ascendencia literaria) describirán destinos distintos en cada una de las siete partes del libro, pero no abolirán el azar de estar adosados, hasta el fin de los tiempos y en todas las épocas, a alguno de los lados de este triángulo atribulado.

Jaque perpetuo acusa la trampa ¿fácil? (la gran falacia, la suprema tentación) en que caen las obras primeras de cualquier autor: querer abarcarlo todo, complicar la trama de la vida más de la cuenta y explicarla, por encima de toda sospecha, a partir de teorías inapelables que ponen en juego nada menos que las más ricas tradiciones culturales y las líneas de reflexión más prestigiosas del pensamiento occidental. Los signos interrogatorios, en la primera línea de este párrafo, no son retóricos, pues, si la tentación es comprensible, su realización en Jaque perpetuo es cualquier cosa, menos elemental: se trata de una ardua novela corta en la que los vaivenes en el espacio y en el tiempo implican un dominio casi inaudito de la técnica narrativa y una investigación considerable.

Todos alguna vez quisimos escribir –como Calvino, como Borges– historias complejas pero legibles, emocionantes y lúcidas, que estimularan al mismo tiempo la neurona y la hormona. Quizá el talento resida en encontrar ese hermético equilibrio. Entiendo que Lizardo carece aún de la estrategia adecuada para inquietar y provocar al lector, visto que en su novela asistimos a un performance onanista que resulta admirable, pero no conmovedor. Sin embargo, no es difícil reconocer que está en el camino. Tal vez no sepa que los grandes autores se distinguen porque vuelven inteligentes a sus lectores haciéndoles creer que ellos son los verdaderos creadores de todo el tinglado; que el mejor escritor, como el mejor amante, es el que sabe disfrutar con el placer de su pareja: el que ingeniosamente deja que el otro –el ser amado, el lector– se sienta brillante, irrepetible, clarividente, sagaz, providencial, para que, una vez cerrado el libro (terminado el acto), la resplandeciente placidez lo invite a comenzar de nuevo •