Jornada Semanal,  domingo 14 de agosto  de 2005                núm. 545
LAS RAYAS DE LA CEBRA
Verónica Murguía

HARRY POTTER Y LA ENVIDIA VERDE

Para Julia

 


Dice mi amigo J.A., un tipo listo si los hay, que el único de los siete pecados capitales que no se disfruta es la envidia. En su fenomenología de los pecados, por llamarla de alguna forma, J. A. ha enumerado los pecados placenteros: la gula, la lujuria, la pereza. El gozo de los practicantes es evidente. En cambio, la dicha del avaro o del soberbio es recóndita. No se ven así nomás. Son regodeos secretos, íntimas satisfacciones.

El gusto del iracundo dura un segundo: cuando da rienda suelta a la cólera, abre las compuertas y deja salir esa bestia incontrolable que suele ser el enojo. Lo que viene después es, casi siempre, catastrófico, pero cualquiera que haya metido la pata por enojarse –es decir, todos los que vamos por el mundo– podemos reconocer el momento liberador del abandono: se puede apreciar en los berrinches de los niños, en las reacciones del futbolista Cuauhtémoc Blanco, en el trato que nos obliga a darnos el tráfico insoportable de esta ciudad.

Pero la envidia no otorga ni un segundo de placer. Corroe y quema, daña a quien la siente y luego al envidiado. Es una monserga horrible. Deberíamos tomarla en cuenta, porque está allí en la vida, activa todo el tiempo, oculta, hinchándose lentamente, royéndose los nudillos con el hocico espumoso y los ojos entrecerrados. Generalmente la provoca 1) el dinero, 2) la suerte en amores, y 3) la belleza física. Para mi asombro, la inteligencia es un don que suscita poca envidia. Ingenua de mí, yo pensaba que los libros bien escritos provocaban otras emociones, pero envidia, no.

Últimamente mi teoría se ha venido abajo: he visto la envidia más verde manifestarse alrededor de un libro. Claro que es un libro muy vendido, de los más vendidos en la historia reciente, si no, nadie diría ni pío. Pero Harry Potter ocasiona unas pataletas dignas de mejor causa. Es insólito defender un libro de quienes no lo han leído, pero esos son sus más fervorosos detractores.

Reza un refrán desencantado que un clásico es un libro del que todos hablan y pocos han leído. Según este dicho, las aventuras de Harry serían ya un clásico. Yo digo, si sospechamos que un libro es un bodrio, hay que leerlo. Yo me leí El código Da Vinci, y no paré ahí. Mi conciencia me obligó a leer el anterior: Ángeles y demonios. Fue terrible. Pero si digo ahora que ese par de libros no sirven para nada, lo digo con los ejemplares, llenos de indignadas anotaciones, en la mano.

Dicho esto, quisiera hacer mi comentario sobre Harry Potter y el príncipe mestizo. El primer capítulo abre con una divertida aunque inquietante escena entre el primer ministro de la Inglaterra no-mágica y Rufus Scrimgeour, el jefe del ministerio de magia de la Inglaterra mágica. Se aclaran imputaciones, muertes de inocentes, actos de violencia que suceden en Inglaterra, a secas, y que afectan a todos. Luego comprobamos que el Londres mágico ya no es un lugar seguro. La gente va por la calle a sus cosas, alicaída y triste. En todas partes hay cartelones con inútiles instrucciones para protegerse –no salga de noche, si alguien actúa raro, repórtelo– y fotos de sospechosos. Hay guerra y, como sabemos, mueren inocentes. El paralelo entre lo que pasa hoy en Londres y lo que sucede en el libro es asombroso. Yo no sé si J.K. Rowling tenía planeada esta guerra, este Londres amedrentado, la sensación de miedo que permea toda la narración, o si se ha ido adaptando a los hechos. En el quinto, Harry Potter y la orden del Fénix, el parecido entre el primer ministro mágico Cornelius Fudge (ya depuesto en esta entrega) y Blair, provocaba ganas de reír y llorar al mismo tiempo.

Un compañero de Harry es reclutado para convertirse en asesino. La prensa se hace bolas. Y los protagonistas crecen, se enamoran, triunfan o fracasan en sus exámenes.

Si bien en los primeros capítulos el narrador parece estar dando acotaciones teatrales, una concesión quizás a los guionistas, a la mitad del libro tanto ella como nosotros hemos olvidado el cine. El final es inesperado. Tristísimo. Borda sobre el viejo y doloroso asunto de la traición: Rowling ha tenido el tino, además, de no poner a ningún adolescente en el trance de ocasionar una muerte por alevosía, pero no les ahorra ni el pesar, ni el miedo.

A quienes critican estos libros como un fenómeno exclusivamente comercial, yo les pediría que leyeran, por lo menos, esta entrega. Y luego hablamos.