Voraz fuego ebrio
La exposición inaugurada en el museo Carrillo Gil reúne a José Clemente Orozco con expositores como Humberto Duque, de escasos 25 años y su casi coetáneo Saúl Gómez, quien tiene en su haber una colaboración en la Bienal de Venecia. El abanico es, pues, amplio, muy de moda, integrado en una de sus venas principales por gente ''in" que abreva en los cómics. Lo malo es que no es cierto que se haya logrado (no sé si esa era la intención) una revalorización o evolución de la pintura. Al menos no de la pintura-pintura, debido al carácter de ilustración que un buen número de participaciones guarda.
Los expositores son 15. No hay una sola mujer, aunque la tónica de la muestra lo hubiera permitido porque voracidad, ebriedad, monstruosidad, catastrofismo, etcétera, ocurren también en los universos plásticos femeninos, aunque quizá las artistas mujeres están menos ''loquitas" que los varones. Tal vez es eso: la idea de locura (la locura lo-cura en sentido lacaniano) lo que une a la mayoría de los convocados, algunos poco conocidos del público habitual del campo artístico. Desconocidos, pero protagonistas eventuales en ámbitos internacionales, sobre todo en ese terreno de lo que pretende ser la inquietante extrañeza (de tira cómica principalmente japonesa) que parece fascinar al director del Carrillo Gil.
No es que eso esté mal, lo que digo es que se perdió la oportunidad de revalorizar la pintura pese a que la muestra se inicia con los dos soberbios orozcos pertenecientes a las colecciones del propio museo. Se les adhieren dos gironellas, también magníficos y al mismo nivel, o casi; está la presencia contundente de Germán Venegas, quien esta vez decidió no burlarse de sus semejantes y participar con los logros pictóricos más entendidos de su trayectoria.
Se añade Roberto Rébora, quien pintó dibujando (sus cuadros abrevan también en la ilustración) y quizá, de refilón, está la pintura de Saul Gómez titulada El Paisá, pues no por ser desagradable alcanza a ocultar la pericia de su autor. Pareciera que este egresado de La Esmeralda se avergüenza de saber pintar y de allí su dislocada composición. Pero es precisamente eso: el que los temas pretendan ser en cierto modo globalizados y más banales que ebrios, lo que da eje a la muestra.
Se dice que los curadores Carlos Ashida, el director del museo, y la pintora Dulce María de Alvarado, también adscrita el mismo y amante de los géneros pretendidamente novedosos pese a su veneración por Morandi, visitaron talleres en aras de realizar la selección. Tengo para mí que tal cosa no ocurrió. Hicieron su elenco de participantes -y a partir del mismo- fue que realizaron las selecciones visitando talleres. Concurre Helio Montiel, pintor de glosas tipo caricatura que en años anteriores mostraban una sabrosura digna de llamar la atención de Claude Bernard, el afamado galerista parisino. Pero con Helio los curadores anduvieron desafortunados: sus glosas no sólo no son cómicas, sino que como pinturas son planas, no tienen vida, excepto una de ellas que afortunadamente se museografió aislada de las demás y que guarda nexo con la infanta Margarita de Las meninas.
La participación más impresionante corresponde a las 35 piezas de diferentes formatos realizadas por Venegas e inspiradas en fotografías eróticas victorianas y en trabajos de pintores barrocos. No sé quien ideó su montaje, quizá el propio Ashida en colaboración con Venegas, pero el caso es que se logró un efecto pocas veces visto.
Entre las contribuciones no pictóricas, pero interesantes por sí mismas, destaca la de Cisco Jiménez, de quien conocía tallas en madera -todas con el fetichismo del pie y del zapato como eje- complementadas con otras incursiones en diferentes medios, que van desde la intervención a la consabida imagen de Santa Teresa de Lissieux hasta la cancelación de un delicioso paisajito primitivo realizado por un tal Werther, que pudo haber sido el de Goe-the, puesto que ostenta la herida fatal con la que el autor lo acribilló.
La saturación dibujística de José Luis Sánchez Rull (óleo y esmalte sobre tela), maestro participante en bienales, echa por tierra el espléndido título con el que la rubricó, pues Dr. Jekyll and Mr. Hyde pudo haber servido para mostrar su virtuosismo académico en contraste con su ocupación del espacio, más que furibunda, obsesivo-compulsiva.
Manuel Mathar, quien ha expuesto en la FIAC, tiene además de dos cuadros validados por la ejecución de su deliberada simpleza temática, un autorretrato con cara de sicótico que merece elogio. Con todo y lo que digo, ojalá se armen otras ''perspectivas curatoriales" que revisen este campo tan vasto. El título de la exposición fue entresacado de un poeta chino.