Usted está aquí: domingo 31 de julio de 2005 Cultura No es una rosa

Bárbara Jacobs

No es una rosa

El tema no es el talento o su ausencia y ni siquiera el posible uso de uno u otra. Lo que me interesó del caso fue la mezcla de compasión y risa que experimenté al ver, sin habérmelo propuesto, qué hace los sábados por la mañana Adela de Lunas, la viuda de mi malogrado profesor.

Me citó a principios de semana y, como suelo hacer cuando voy a su cabaña a recavar o precisar información acerca de su difunto esposo, pedí prestado el jeep amarillo y corrí lo suficiente por la carretera para llegar unos minutos antes de la hora establecida. Me gusta esperar. Da un tiempo insustituible para ordenar los pensamientos y tener claro qué quiere uno de la cita en la que nos veremos involucrados en cuanto el reloj dé la señal.

Aquella tarde no hubo respuesta a mis llamados a la puerta. Cuando me cansé de tocar con los nudillos, de jalar la cadena de la campana, de presionar el timbre e incluso de llamar a voces a Adela regresé, no poco contrariada, a mi casa y me dejé caer en el sillón a leer. A la mañana siguiente, después de no haber oído sonar el teléfono, mi malogro pasó a ser angustia, pues si bien Adela de Lunas es una persona, aparte de semi inválida, un tanto extraña (elusiva; con salidas inesperadas; ambigua y oscura), a lo largo de nuestra relación se ha mostrado educada, de manera que lo común en nuestro trato, después de que cualquiera de las dos falle en una cita, es excusarse y fijar una nueva fecha en la que procurar encontrarnos. ¿Debía dar el paso de buscarla yo?

Considerando que ella era la mayor de las dos; que su condición de enferma la exculpaba a ella de antemano, y por último que el hecho de que, después de todo, quien necesitaba de la otra era yo, marqué su número a la vez que hojeaba el periódico que minutos antes había recogido del piso, en esta ocasión lanzado por el repartidor sin mucha energía pues lo hallé apenas debajo de la reja, a medio camino entre la acera y la puerta de mi casa. A medida que Adela se demoraba en contestar mi desazón aumentaba. De modo que cuando finalmente atendió respiré de alivio. Se justificó aduciendo que no encontró su directorio como para haberse disculpado. Su enfermera le había dado tan buen masaje que, no bien concluyó la terapia, la invadió un relajamiento tan profundo que se quedó dormida. Horas después apareció su directorio personal, pero entonces le pareció que ya era tarde para llamarme.

-Vino el electricista -me explicó- a alzar unos tubos de la luz para que el carpintero, que llegó más tarde, pudiera volver a colocar unas duelas que se hincharon con las lluvias y se levantaron, cosa que me dificultaba trasladarme de un lado a otro en mi silla de ruedas y -concluyó- no supe por qué uno de los dos traspapeló mi directorio.

¡Qué detallada información! Tanto así que me hizo dudar de su veracidad. Comoquiera que fuere, la di por buena con tal de que Adela de Lunas me concediera una nueva cita.

El sábado que siguió al rendez-vous fallido, caminaba yo por un parque al sur de la ciudad cuando, entre una veintena de mujeres mayores, sin excepción, salvo ella, sentadas en sillas de metal con un anuncio de cerveza estampado en el respaldo, cada una ante una hoja colocada en un caballete, y el conjunto acomodado en medio círculo, todas orientadas hacia un mismo frente, distinguí a Adela de Lunas en su silla de ruedas.

Cuidándome de ser advertida por ella, al acercarme vi que Adela formaba parte de un grupo de acuarelistas aficionadas. El maestro que las instruía se desplazaba entre unas y otras, con delicadeza les señalaba imprecisiones o, con exagerado júbilo, elogiaba algún acierto. Hasta aquí no obstante la escena me habría parecido ordinaria y no habría despertado en mí ninguna emoción. Y no fue hasta que me di cuenta de que las pintoras no tomaban sus modelos del exterior, la fachada de una casa, un árbol, un gato en una banca, sino de una tarjeta postal fijada con una tachuela sobre la hoja en el caballete, que me estremecí. Quise preguntar al profesor cuál era el fin de que su clase tuviera lugar al aire libre; pero la idea de irrumpir con racionalidad en una situación que, absurda, transcurría en paz, me hizo desistir. En nuestra próxima cita, ¿revelaría a Adela en dónde la vi, o me limitaría a buscar en las paredes de su cabaña una pobre imitación de la fotografía de una rosa?

 
Compartir la nota:

Puede compartir la nota con otros lectores usando los servicios de del.icio.us, Fresqui y menéame, o puede conocer si existe algún blog que esté haciendo referencia a la misma a través de Technorati.