Usted está aquí: domingo 31 de julio de 2005 Opinión MAR DE HISTORIAS

MAR DE HISTORIAS

Cristina Pacheco

La destrucción y el fuego

Las campanas de Santa Brígida tañen cascadas. En la calle de Todosantos las palomas emprenden su vuelo rumbo al atrio. No se escuchan los ladridos de Rambo y Killer ni los pasos de Raquel ni los rumores con que la vida recomienza cada día: la cortina metálica que se arrisca, el claxon musical, la puerta que se abre, el saludo, la escoba que talla la piedra, las incoherencias del vagabundo, el apresuramiento de la mujer que va a la lechería, la eterna súplica: "Hija: si vas a llegar tarde avísame por teléfono para que no me tengas con pendiente".

La calle sigue paralizada ante la visión de la mole oscura y deforme en que se convirtió El Avispero. Por obra del fuego, hoy es una ruina el edificio que a través de los siglos fue palacete, claustro, beaterio, hospital, escuela para niñas, salón de baile, manicomio, hospicio, lupanar y vecindad.

Aislado por cintas amarillas que advierten del peligro y prohíben el acceso, el fantasma de El Avispero semeja un monstruo vencido y al borde de su último estertor. Desde la acera de enfrente los vecinos observan los despojos con la actitud de quien asiste al funeral de un ser querido: El Avispero fue el eje de su vida.

II

Los extraños que van apareciendo en la calle de Todosantos se arremolinan ante los escombros y preguntan: ¿Cómo sucedió el incendio? ¿A qué horas empezó? ¿Cuánto tardaron los bomberos en llegar? ¿Hubo muertos?

Raquelita contesta con expresión de iluminada:

Con el favor de Dios, parece que no. Fue una desgracia con suerte.

Entre chirrido de llantas, El Tatacho baja corriendo de un automóvil:

¿Qué sucedió? Mira hacia las ruinas. ¿Dónde está la doñita?

Sixto le responde: Regresó a El Avispero. No quiere salir. Dice que prefiere morirse entre los escombros.

El Tatacho siente que no es bien recibido en el grupo y se disculpa: Apenas hace rato supe lo del incendio. Llamé al negocio y El Tlacuache me dijo... ¡Qué desgracia! Ante el silencio general opta por retirarse: Voy a estar en el hotel. Ya saben que cuentan conmigo para lo que les haga falta.

Raquel apenas puede controlar su desprecio cuando le responde:

Tienen la vida. No necesitan nada más.

La reflexión inspira a Rafael para reconfortar a sus mujer. Envuelta en la cobija que le prestó Carmela, Elisa no ha dejado de gemir y dolerse por sus pérdidas:

No llores. Las cosas materiales van y vienen. Lo importante es que a ti no te sucedió nada. Estamos juntos y saldremos adelante. El murmullo de asentimiento lo impulsa a seguir: Anímate y dale gracias a Dios de que nos haya hecho el milagro de que todos estemos vivos.

Don Máximo se vuelve hacia Karen:

¿Cómo te diste cuenta del incendio?

La muchacha levanta los hombros para restarle valor a su acción: Iba entrando a mi departamento cuando oí muy fuertes los ladridos de Rambo y Killer, Pensé que alguien andaba en la azotea. Quería subir, pero ya no pude porque sonó un estallido en el 707 y vi lumbre por la ventana. Entonces les grité que me ayudaran a bajar los perros. Su expresión se ensombreció: La única que salió fue la doñita. Al ver las llamaradas me dio un empujón y me ordenó que me fuera porque ella se encargaría de Rambo y Killer.

Don Máximo deja otra vez de ser afable: ¿Y no pensó en llamar a los bomberos? Catalina intenta justificar a la conserje: Ay viejo, en situaciones como la de anoche, uno pierde la cabeza y no sabe ni qué hacer.

José da un paso adelante:

Llamé al 060 y mandaron los bomberos. Escucha la risa de Rafael: ¿No me crees?

Rafael se frota los ojos enrojecidos por el desvelo y por el llanto:

Me río de que la doñita pensara que ella sola controlaría a los perros. Asustados eran tremendos y también cuando estaban contentos. Se levanta la manga de la camisa y alarga el brazo para mostrar las cicatrices que se ven entre los tatuajes: Estas marcas me las hicieron Rambo y Killer una tarde, y eso que nada más estábamos jugando... Mira al cielo: Me cae que los voy a extrañar. Eran bien chidos, bien inteligentes, como personas.

Karen se alisa el cabello y escupe:

No: eran mucho mejores que cualquiera de nosotros. ¡Todos somos unas pinches mierdas, todos!

Corriendo, atraviesa la calle, salta los cordones amarillos que aíslan la zona de desastre y se dirige a las ruinas. Don Máximo intenta detenerla:

Todavía puede ser peligroso. ¡No entres! Al ver que Karen no atiende a sus palabras, se vuelve hacia Carolina, su mujer: ¡Está loca! ¿Para qué se mete allí, qué busca?

Margarito, que presenció el incendio y no ha abandonado ni un minuto su observatorio, le responde:

La caja donde guardaba las cenizas de su hermana. Se acerca a Sixto: Ayer en la tarde estuvo en el estanquillo. Me dijo que antes de que nos fuéramos a Estados Unidos iba a quemar todas sus cosas. Pensaba llevarse nada más las cenizas de Jacqueline.

Rafael apoya su mano en el hombro de Elisa, sin mirarla:

Voy a El Avispero, por si algo se ofrece. Oye que su mujer se brinda a acompañarlo, pero la rechaza: No, quédate allí. Ve al Tlacuache salir del Cairo con una bandeja llena de humeantes vasos desechables: Tómate el café. Anoche no comiste nada.

Elisa vuelve a gemir:

No me dio hambre. Estaba como asustada, como si presintiera lo que iba a pasar. Mira hacia El Avispero: Se lo dije a Rafa, pero no me hizo caso.

Se aproxima una patrulla. El grupo de curiosos se dispersa en cuanto desciende un hombre. Sonriendo, muestra un gafete y habla de memoria:

Vengo de la delegación. Mi jefe, el licenciado Ramírez Vargas, dio las órdenes conducentes a fin de que se instalaara un albergue con capacidad para cien damnificados. Lanza una rápida mirada sobre el grupo: Ustedes son menos. ¿Estarán cómodos? Lo único que necesitan es acreditarse como habitantes del edificio siniestrado con su credencial de elector.

El Maras se le acerca en actitud retadora:

¿De dónde vamos a sacar esa madre? Señala hacia El Avispero: ¿Que no ve cómo quedó todo? Sonríe cuando el empleado regresa a la patrulla y murmura: Pinche güey.

III

El sol desciende por las paredes. El tráfico en Todosantos es más intenso. La campanilla del basurero resuena como cada mañana. Margarito se disculpa porque es hora de abrir su miscelánea. Raquel dice que es tarde y tiene que alimentar a las palomas. Estela y Sixto aclaran que si regresan a su joyería es porque un cliente pasará por una compostura. Frente a la fonda Beba's se estaciona el camión de los refrescos y Genoveva corre para atender al repartidor.

Los damnificados quedan solos. Inmóviles, en medio del trajín habitual de Todosantos, parecen estatuas de piedra. Se miran, sonríen y poco a poco desfilan hacia El Avispero. Como Agustina y Karen, regresan a buscar las huellas de su vida en el edificio que fue palacete, claustro, beaterio, hospital, escuela de oficios para niñas, salón de baile, manicomio, hospicio y lupanar. El mago Aladino los ve alejarse, toma su maletín lleno de trucos y se despide:

La vida sigue y ya tengo que irme.

 
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