Futuro mexicano: la Iglesia católica
El brevísimo episodio que en días recientes suscitó el anticonceptivo de emergencia (AE) entre autoridades del gobierno federal y El episcopado mexicano es una ocasión para reflexionar acerca de cuál puede ser el papel de la Iglesia católica en nuestra sociedad en el naciente siglo XXI. El intento del cardenal Norberto Rivera de modificar la decisión de las autoridades federales de incluir el AE en el cuadro básico de medicamentos es una prueba de que la Iglesia ya no sabe bien en dónde está parada, no tiene una idea clara de cómo responder a los problemas de la vida cotidiana de los creyentes y tampoco ha medido los alcances de su influencia, ni las consecuencias de la rigidez en relación con temas tan centrales como la planificación familiar, o los efectos que ésta ha tenido sobre la libertad de las mujeres. Históricamente fueron ellas sus principales aliadas. Las posturas de la Iglesia en esta materia han erosionado esa relación, y el costo para la institución puede ser irrecuperable.
Así, y no obstante las apariencias de eternidad, en estos momentos la institución religiosa parece embarcarse en un mar incierto cuyos movimientos alteran el magnetismo de sus brújulas. Entre los escasos aciertos del gobierno del presidente Vicente Fox es preciso reconocer la política de salud; en particular, el mantenimiento del compromiso estatal con la política de planificación familiar. También es de celebrar la inequívoca determinación y la firmeza del secretario Julio Frenk ante la confusión del secretario de Gobernación, Carlos Abascal. Nos da mucho gusto saber que éste tiene sus compromisos personales con Dios, pero tendría que reconocer que son muy suyos y no de los demás, por muy mexicanos que seamos todos.
En el pasado, y más concretamente hasta la reforma de 1991, obispos y sacerdotes reclamaban espacios políticos con el argumento de que más de 90 por ciento de los mexicanos eran católicos, cuyos derechos eran violados por la disposiciones anticlericales de la Constitución. Fundaba la legitimidad de su reclamo en una supuesta uniformidad religiosa que se acogía a la cuasi universalidad del rito bautismal para disfrazar la débil religiosidad de esa gran mayoría de mexicanos; muchos eran ignorantes de la doctrina o indiferentes a los mandatos de la Iglesia. Lo menos que podía decirse es que era el suyo un catolicismo casual. No obstante, la Iglesia era una institución de referencia para los códigos de moralidad y de comportamiento individual, incluso entre muchos mexicanos que eran declaradamente ateos.
Cuando la Iglesia era el codificador moral privilegiado cumplía una función social que el Estado mexicano se apresuró a reconocer, en primer lugar, porque también le beneficiaba. Ahora, sin embargo, ha dejado de serlo. En años recientes el número de católicos casuales o, si se quiere, light, ha aumentado peligrosamente. La posición de la Iglesia católica en la difusión y sanción de reglas de moralidad se ha visto erosionada en años pasados por la aceleración de la secularización de la sociedad, el escandaloso narcisismo que es el aire de los tiempos y el hedonismo que se ha instalado en el corazón del significado de la palabra éxito. Ahora los códigos de moralidad están a cargo de las celebridades efímeras que crean Big Brother y otros programas de televisión de ese estilo. Si acaso la Iglesia católica pretende responder a este desafío con una mayor rigidez moral, muy pronto verá que sus armas no son solamente débiles, sino del todo ineficaces. Si dicha institución ya no contribuye a la codificación de una moral social, y la espiritualidad encuentra en otras religiones cauces diferentes a los que ella ofrece ¿cuál es su papel?
El segundo fenómeno que debilita profundamente las pretensiones históricas de la Iglesia es la creciente pluralización religiosa que en México registra un ritmo acelerado. Durante los años de la hegemonía priísta, en la segunda mitad del siglo pasado, la Iglesia católica podía contar con el apoyo del Estado para detener la influencia de otras iglesias. Uno de los efectos inesperados de la reforma de 1991 fue que puso fin a ese tratamiento privilegiado, y aunque la jerarquía católica sigue recibiendo un trato de favor, y es en ese sentido una institución privilegiada, las otras iglesias ya pueden denunciar la inequidad en el tratamiento o exigir condiciones de igualdad.
El fracaso del intento del cardenal Rivera no es un incidente menor para la Iglesia. Lo es para el gobierno federal, pero para las autoridades eclesiásticas es un poderoso llamado de atención, para que reflexionen acerca de cuál es la posición a la que pueden aspirar en un futuro mexicano que se anuncia tal vez todavía religioso, pero también más libre, más individualizado y, desde luego, menos clerical. Sobre todo si, como muestra el caso del sacerdote Salvador Francisco Domínguez (Reforma, 26 de julio 2005), además de mal cura resultó pésimo marido.