Usted está aquí: domingo 24 de julio de 2005 Opinión MAR DE HISTORIAS

MAR DE HISTORIAS

Cristina Pacheco

Nunca sabrán

Don Juan Bosco Malo se despidió y me quedé en el zaguán con el pretexto de distraerme. Lo cierto es que tenía la ridícula esperanza de que él volviera a darme su dirección, un número telefónico, algo que me permitiera volver a verlo.

"¿Con qué objeto?", pensé. No pude responderme pero sentí miedo, como en las tardes en que mi madre me descubría mirando por la ventana: "¿A quién esperas?" Le contestaba que a nadie. "Entonces quítate de allí si no quieres que los vecinos digan que andas de buscona."

Si ahora me encontraran parada no pensarían eso de mí, a menos que lo hicieran como burla. No me equivoqué. El Maras llegó con unas cajas para su mudanza:

¿Esperando al novio, doñita? Ni siquiera aguardó mi respuesta. Me faltan unos mecates. Mientras voy a comprarlos dejo aquí las cajas para no subir dos veces. ¿Les echa ojo? No sea que me las vayan a birlar.

Le aconsejé que mejor las acomodara junto al 001, porque yo tenía que subir al 707 para comprobar que la puerta estuviera bien cerrada. Mi interés le pareció inútil:

¿A poco tiene miedo de que alguien entre y se robe algo? Hace rato que pasé por el 707. Me asomé y vi puras porquerías. Don Juan Bosco Malo había empleado esa misma palabra -"porquerías"- para referirse a los papeles que estaban sobre la mesa.

Mientras no desocupemos El Avispero sigo siendo la responsable del edificio. Mi obligación es cuidar todo lo que hay aquí y, a la hora en que me las pidan, entregarle buenas cuentas a los dueños.

El Maras se rió:

¿Y cree que se lo van a agradecer? ¡Ni mangos! Notó mi mala cara. ¡Uchalas! No me mire tan feo. Se lo digo de coraza, para que no sigan viéndole la cara de pentonta. Hágame caso, pero si no quiere... ahí nos vidrios.

El Maras tenía razón pero de todas formas subí para echarle llave al 707. Al entrar vi los papeles. Eran recibos, menús, recetas, cartas sin abrir. Sola, fuera de toda vigilancia, podía leerlas. Recordé otra enseñanza de mi madre y las rompí antes de caer en la tentación.

Había decidido hacer lo mismo con el resto de los papeles cuando descubrí, muy bien doblada, la página de un periódico. Al extenderla leí: "Senadores mexicanos, a favor de que EU amplíe el plan de repatriación". Ignoraba si la señora Bona tenía algún amigo en Estados Unidos, pero aunque así fuera ya no importaba.

Seguí revisando la página y noté una raya negra junto a una noticia: "Ayer por la noche otro individuo se arrojó a las vías del Metro. No portaba identificaciones, sólo un pequeño libro de poemas: La vida que se va, por Juan Bosco Malo. La trágica decisión del suicida causó demora en el servicio y agrias protestas por parte de los viajeros".

La impresión me obligó a sentarme. Por primera vez en mucho tiempo volví a pensar en Carlos Gutiérrez. El y su hermana Etelbina ocuparon muchos años el departamento 604. La gente discurrió que vivían como marido y mujer y por eso se aislaban.

Etelbina, que era muy enfermiza, trabajaba en su casa haciendo carpetas y muñequitos de fieltro. Su hermano Carlos, empleado en una agencia de viajes, se encargaba de todo: desde dar el gasto hasta ir al mercado. La única distracción del hombre -según me platicó Etelbina- era asistir los sábados por la mañana a un taller de poesía. Se le iluminaban los ojos diciéndome:

Mi hermano nació artista. Su maestro, Juan Bosco Malo, siempre le aconseja que dedique su talento a la literatura en vez de malgastarlo escribiendo guías y promociones en la agencia de viajes. Le digo a Carlos que no eche en saco roto las recomendaciones de Juan Bosco Malo, porque él sí sabe, ya que también es un magnífico poeta; pero mi hermanito siempre me sale con que de escritor no ganaría un centavo, y como está necio a que no me falte nada...

Más allá de las habladurías, todos en El Avispero estábamos de acuerdo en que Carlos se portaba muy bien con Etelbina. Una vez que ella se puso mal de los bronquios él le pagó el viaje a Veracruz y una casa de huéspedes por un mes entero.

Etelbina regresó antes de lo esperado, un domingo por la noche. Me sorprendió verla:

Doñita, disculpe que la moleste: ¿podría prestarme el duplicado de mis llaves? Toqué un buen rato pero Carlos no me abrió. Detrás de su sonrisa noté su angustia: No creo que esté dormido porque es muy temprano. Se ve que salió.

Me pareció que no tenía motivos para inquietarse: No tardará. Debe de haber ido a Los Volcanes porque a estas horas sale el pan caliente.

Etelbina me sonrió.

El nunca va a la panadería el domingo. Sabe que es cuando hay más gente y le chocan las aglomeraciones.

En vez de prestarle el duplicado la acompañé al 604 para ayudarla con su maleta. De regreso a mi periquera vi a la señora Bona despidiéndose de Carlos en la puerta del 707. No quise pensar mal pero jamás le dije a nadie lo que había visto.

Aunque tal vez fue una simple coincidencia, a partir de aquel momento Etelbina se volvió desconfiada. A las siete de la noche iba al zaguán para esperar a su hermano. Si Carlos se tardaba un poquito ella se ponía nerviosísima. Esto acabó por debilitarla más. Si no le dolía la cabeza le daban palpitaciones o mareos. El médico le aconsejó hospitalizarse pero ella se negó; en cambio, aceptó descansar lo más posible.

Cuando Etelbina ya no pudo levantarse de la cama, su hermano me suplicó que estuviera al pendiente y lo llamara por teléfono si ella lo necesitaba. Procuré no molestarlo; sin embargo, una tarde tuve que hacerlo porque Etelbina se asfixiaba. El la llevó con un médico que no quiso hacerse responsable y le aconsejó lo mismo que el otro doctor: Tiene que internarla en algún hospital.

En ninguno se la recibían y en el último le exigieron un depósito en efectivo. Le presté a Carlos mil pesos pero no le bastaban y salió a pedirle a un amigo. Cuando al fin logró llegar al hospital Etelbina estaba en terapia intensiva. El se quedó toda la noche a cuidarla. Por la mañana llegó tarde a su trabajo y lo corrieron.

Me lo contó un día en que lo encontré saliendo de su casa a media mañana. Le pregunté qué pensaba hacer:

Por lo pronto pelear para que en la agencia me den una compensación. No lo hago por mí sino por mi hermana. Espero tenerla en casa muy pronto. Necesitará medicinas y comidas especiales.

Al despedirnos, me suplicó discreción. Etelbina regresó a El Avispero pasadas tres semanas. Carlos ya había cobrado su indemnización y se consagró a cuidar a su hermana. Sus únicas salidas eran a la farmacia y al mercado. Aladino me contó que varias veces había visto a Carlos entrando en el Correo Mayor.

Fingí no maliciar nada: Le escribirá a algún pariente para que venga a ayudarlo con la enfermita.

En agosto de 2004 llovió más que en otros años. La humedad afectó mucho a Etelbina. Murió el día 16. Excepto la señora Bona, todos asistimos a su entierro. Carlos sobrevivió a su hermana muy poco tiempo. Lo vi por última vez una noche, a finales de septiembre, cruzando el atrio de Santa Brígida. Jamas volvió a El Avispero.

Tras muchos meses de preguntarme qué habría sido de él, hoy lo supe gracias al recorte: se suicidó arrojándose al Metro. Como dice el periódico, llevaba entre sus ropas La vida que se va, el libro que don Juan Bosco Malo le escribió a la señora Bona y del que mandó imprimir un solo ejemplar, exclusivamente para ella. Don Juan Bosco Malo nunca sabrá cómo terminó su obra. Mañana iré a la iglesia y encenderé una veladora por el eterno descanso de Carlos y de Bona.

 
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