Usted está aquí: lunes 18 de julio de 2005 Opinión Dávila Miura

José Cueli

Dávila Miura

Se acabó la feria de Pamplona, la de los mágicos pases de la muerte en sus calles abarrotadas de toreros, torerillos y debutantes de toreros de todas partes del mundo. Toreros en donde brillan los fulgores de una inextinguible luz y el verde amarillo de los campos enramados de uvas haciendo juego con los trigales.

Se despidieron, hasta el año que viene, los mozos pamplónicos, en que regresarán parapetados de pañuelos rojos al cuello, pelo en pecho y corazón de músculos como robles, a vivir la tradición de torear los Miuras asesinos, los Cebada Gago tan rápidos para correr a los Victorinos de encastada nobleza, que al cornear hacen cornadas punzocortantes, al no mover la cabeza, de más fácil curación.

Pamplona el sitio de todos aquellos que viven el gusto de sentir la muerte, acariciándoles las entrañas. Fiel a la tradición es santuario del espíritu torero, acompañado de su alegría en la feria; flor y fruta de la uva, el tintorero, y el canto, gusto y perfume de vida, sólo máscara de la muerte... Carreras que son deseo de vencer la irrepresentable muerte.

En ninguna feria torera del verano español se siente la emoción del riesgo de perder la vida como en Pamplona. El gusto y la alegría de salir vencedor, que es en última instancia el torero. En feria que los toreros, en especial las figuras, Ponce, El Juli, van a la baja, los jóvenes no acaban de aprender las mañas para ser figuras, y en ese escenario se llevó la feria Dávila Miura, que no es torerito de filigranas, más cómo les puede y domina a los toros.

 
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