Usted está aquí: lunes 18 de julio de 2005 Opinión Tifón en las islas

Hermann Bellinghausen

Tifón en las islas

De las nieves del Fujiyama no me acuerdo bien, porque las vi de lejos y las confundo en la memoria con fotos turísticas y grabados de Hokusai, pero del cuerpo del señor montaña y sus señoras faldas sí me acuerdo, y en primera persona. Además, en un lugar tan plano, esa altura de la Tierra se ve desde cualquier parte en un día claro. Y aún si no lo alcanzan a ver, los japoneses 'lo saben' y eso basta para que ni siquiera el proceloso mar de China les dé miedo.

Era mi primera vez fuera de México y pasarían luego muchos años para la siguiente. Mi llegada al monte Fuji a los 17 años fue producto de un azar de tantos, una suma de accidentes y la generosidad de los otros. Antes de eso ni pasaporte tenía. Para qué. México era todo el mundo, y era grande. Hay países así. Algunos. Ya para entonces llevaba tres años de no aburrirme ni tantito, de tragarme el mapa, de incumplir la máxima paterna: "Estate quieto". Hasta oxiuros en la cola había tenido.

Anunciaron tormenta en el mar y yo pensé, ¿y qué importa si estamos metidos en tierra, lejos del ostentoso litoral Pacífico? Lo que es no saber. Nada es lejos en esas islas. El tifón fue canijo, salió en las noticias del mundo entero. Hubo que llamar a México para avisar en casa que todavía no nos habíamos muerto, pero eso fue hasta que llegamos a la base militar de Yokohama en carácter de damnificados, a bordo de vehículos del ejército de Estados Unidos, que era el único permitido entonces en Japón.

He olvidado el nombre de la aldea, pero no la furia con que la atacó el viento. Las tormentas del océano atraviesan de lado a lado el archipiélago nipón, a merced del mar abierto más inmenso del planeta. Por lo tanto, la población estaba acostumbrada a los tifones, y muy sabiamente construía sus casas con papel y bambú. Sabían conservar la normalidad al lloverles sobre mojado. Japón no había enloquecido aún con la tecnología y, a despecho del televisor, la gente sólo poseía cortinas, biombos, ropas, vajillas y camas aptas para ser fugaces. Ya con eso.

El tifón fue brutal, pero no horrible. Vientos de 80 y 100 kilómetros por hora, según las noticias. La lluvia era caliente, así que andábamos empapados y templados, en mangas de camisa y sin cubrirnos. Iban a evacuar el área, dijeron. Que los 'marines' venían en camino. En tanto, no había nada qué hacer.

Anduve hacia la carretera y descubrí una segunda velocidad en otra dirección del viento, que por única vez en todas las islas había topado con un obstáculo que lo detuviera: el perfil perfecto del Fujiyama, más alto que cualquier huracán, más duro. Volaban trapos, banderas, periódicos que se leían de atrás para adelante e incluso objetos pesados como vigas y sandalias. Había que caminar contra el viento para ver venir los bultos y esquivarlos. El ulular estruendo hacía inútiles las palabras, que además enfrentaban una barrera linguïstica infranqueable.

Un hombre en calzón de manta y blusa abierta sujetaba con una mano, para que no se le saliera de la cabeza, un sombrero de palma con la misma forma cónica del Fujiyama, y reía, descalzo y un poco viejo. Se me detuvo enfrente y exhibió la hilera accidentada de su dentadura. Escupió una retahíla exaltada y festiva donde sólo reconocí las sílabas "fu-ji". Yo a todo le dije "yes". Y pareció bastarle, pues hizo una profunda caravana y siguió su camino en dirección opuesta a la de todos, hacia la montaña.

Sonaron las sirenas. Tras la neblinosa tormenta asomaba un parpadeo de lucecitas rojas. Los marines llegaron ya. Un convoy de camiones que recuerdo grandes como trenes. La autoridad de los gringos era inapelable. Y vas para arriba, a evacuar mocoso.

Y ahí vamos, pepenados a la fuerza rumbo a la base naval más grande que he visto (he visto pocas, es cierto), en el puerto de Yokohama. El tifón había pasado y desde el muelle refulgían limpiamente las luces de la capital del antiguo imperio.

Arrebatado del monte Fujiyama antes de tiempo, pronto caminaría las ca-lles de Tokio, en la siguiente página del libro de los sueños.

 
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