Usted está aquí: domingo 17 de julio de 2005 Opinión Un padrenuestro para México en el Catecismo de fray Pedro de Gante

Salvador Díaz Cíntora

Un padrenuestro para México en el Catecismo de fray Pedro de Gante

Salvador Díaz Cíntora fue uno de los más insignes humanistas y políglotas del México contemporáneo, maestro e investigador de la UNAM en letras clásicas y en lengua náhuatl. Nació en Yuriria, Guanajuato, el 29 de noviembre de 1937. Fue electo miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua el 27 de octubre de 1994 y tomó posesión como tal el 4 de mayo de 1995. Fue secretario de esa institución desde 2000 hasta su reciente fallecimiento. El presente texto es una adaptación que Carlos Montemayor realizó, con autorización del autor, de una conferencia leída en el seno de la Academia Mexicana el día 9 de enero de 2003, que La Jornada presenta en homenaje al especialista guanajuatense.

Muchos años han pasado y sin embargo mi impresión de sorpresa sigue tan viva como en el momento en que por primera vez oí en la novísima liturgia la quinta petición del padrenuestro en esta forma: perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. ¿Dónde habían quedado las deudas y los deudores? ¿Cómo sostener que las deudas son las ofensas? ¿Cuándo vino el atrevimiento de meter la interpretación en lugar del texto? No sabría decirlo, pero en todo caso, ello ocurrió ya en el siglo XVI mismo.

Conocí el Catecismo objeto de este breve estudio en la publicación que de él hizo en 1981 nuestro colega don Ernesto de la Torre Villar, y me chocó de inmediato ver que se había adelantado en cuatro siglos (fue publicado en 1553) al texto actualmente en vigor entre nosotros. Los franciscanos del Coloquio de los doce dicen a los indios que Carlos V los ha enviado a enseñarles la Escritura. ¿Cómo iban a hacerlo si ya desde antes la estaba dando fray Pedro de Gante así alterada y ellos no se tomaron la molestia, que hubiera sido leve, de corregirlo en ese punto?

La quinta petición, en efecto, reza: ihuan ma xitechmopolhuili in totlatlacol in yuh tiquinpopolhuia in techtlatlacalhuía (y perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden), tal como dicen ahora en la liturgia. ¿Qué le costaba, pensé yo, a quien conocía el mexicano tan profundamente como él, hablarnos como lo hace la Escritura, de nuestras deudas, totlaactoliz, y de nuestros deudores, tonetlacuicahuan? Nada, evidentemente, pero por alguna razón no quiso hacerlo, y yo por más que lo pensé y repensé no pude dar con aquella razón.

Años después llegó a mis manos otro catecismo: el de fray Pedro de Alcalá, publicado unos cincuenta años antes que el de Gante, y destinado a doctrinar a los moros de Granada. Y de nuevo la misma sorpresa. En vez de deudas hallaba aquí, como en Gante, pecados u ofensas, que las dos cosas significan la voz árabe dhunûb, y en vez de nuestros deudores, los que nos ofenden o nos dañan, men asâ' ileina. De nuevo, este otro fray Pedro hubiera podido perfectamente poner deudas y deudores, es decir, duyûm y madinûm respectivamente, pero no lo hizo. Y de nuevo también la misma pregunta insistente: ¿por qué?

Me ha parecido que mucho después encontré la respuesta, una posible respuesta, de ninguna manera definitiva. Si observamos ciertos documentos del siglo XVI notaremos que están dirigidos a los que entonces se llamaban cristianos viejos, gente, pues, acostumbrada por siglos de práctica a la no infrecuente disparidad entre lo expresado por el texto bíblico y la interpretación de la Iglesia, gente que antes de tomar a pecho cualquier versículo consultaba primero al cura; con estos no había tanto peligro de una supuestamente torcida inteligencia de la palabra escrita. Los catecismos, en cambio, de Alcalá y de Gante, se escriben para gente recién convertida, del Islam en un caso, del paganismo en otro; es decir, son obras del carácter misional, y aquí sí era importante, les habrá parecido a los predicadores, que no fueran a pensar los pobres moros o indios que los cristianos perdonaban las deudas y que, de no poder pagar en tal o cual caso, no habría problema alguno aplicando en la práctica el texto del padrenuestro.

En otras palabras, el incipiente capitalismo burgués que había desplazado al régimen feudal empezaba a crear en la Iglesia aquella actitud que siglos después describiría Carlos Marx: heutzutage ist der Atheismus selbst eine culpa levis verglichem mit der Kristik überlieferter Eigentumsverhältnisse (hoy en día el mismo ateísmo es culpa leve comparado con la crítica a las relaciones tradicionales de propiedad). Respetuosa de estas relaciones, la Iglesia las toma en cuenta en su actividad misional, y esto es, a lo que parece, lo que reflejan textos como los de Alcalá, Gante y la nueva liturgia; reflejo, pues, de relaciones de propiedad que el Evangelio, siempre según parece pensar la Iglesia, no ha venido a alterar en lo mínimo. Al convertirse, los pochtecas siguen siendo tan pochtecas como siempre; las puertas del templo cristiano están, de par en par, abiertas para ellos, con todo y guacales.

La cosa viene de muy atrás. San Agustín se pregunta: "¿Pues qué son las deudas sino los pecados?" Vamos, padre, ¿es que no considera tu santidad deberle algo, y aun mucho y muy mucho a Dios en haber nacido de tan buena madre como El le dio, en estar con los miembros completos por haberlo El librado de accidentes desdichados que a otros acaecen, en haberle dado El la elocuencia que tanto le hizo brillar en la retórica y acabó por determinar su encumbramiento a la cátedra episcopal de Hipona, desde donde profiere esa también retórica pregunta, a la que da, por cierto, una respuesta muy por debajo de lo que nos haría esperar su altísimo ingenio?

Porque, en efecto, dice san Agustín que los deudores son qui vobis antea iniurias fecerunt (los que antes os han injuriado), y que de lo que aquí se habla es de la remissio peccatorum (...) quae quamdin vivimus hic, datur in dominica oratione (la remisión de los pecados, que mientras aquí vivimos, se da en la oración dominical). Es verdad que san Agustín mismo en otro lugar había escrito que en este pasaje se trata de omnibus quae in nos quisque peccat, ac per hoc etiam de pecunia (de todo aquello en que alguien peca contra nosotros, y por tanto también del dinero, De sermone Domini in monte, 28), pero esto último en general no hay quien lo recuerde, y sólo se repite lo de que deudas son ofensas.

Se trata desde luego de una interpretación tan respetable como se quiera, y san Agustín no era el primero en proponerla, pero, ¿es que se impone por sí misma esta interpretación? Más aún, ¿es que este pasaje, en su simplicidad, necesita de interpretación alguna? ¿Es acaso incongruente con el resto de la doctrina de Cristo, que mandaba dejar cuanto uno tenía por seguirlo, que ordenaba vender cuantos bienes alguien tenía y repartir el producto entre los pobres, el que dijera también que había que perdonar las deudas si queremos que El nos perdone? ¿Dónde estaría la incongruencia?

Aunque no parezca, pues, que se necesitara en absoluto de interpretación, la interpretación, ésta precisamente, acabó por imponerse, lo cual parece fácil de explicar por razones históricas obvias. Los grandes capitales podían sentirse más atraídos a la nueva religión sin la triste perspectiva de irse a pique por obra de deudores que no quisieran o sencillamente no pudieran pagar. Así, ya en la Edad Media parafraseaba Dante esta petición del padrenuestro: E come noi lo mal ch'avem sofferto / Perdoniamo a ciascuno, e tu perdona (y como nosotros perdonamos a cada uno / el mal que hemos sufrido, tú también perdona). El texto litúrgico, sin embargo, y desde luego el bíblico de donde arrancaba, permanecían inalterados; la interpretación seguía siendo simplemente una interpretación.

Como tal llega al siglo XVI, que es del que hablamos aquí. Juan de Valdés, en su Diálogo de doctrina cristiana, de 1529, dice: nosotros perdonamos a nuestros deudores, quiero decir a los que nos ofenden (Ed. UNAM, 1964, p. 95). Doce años más tarde, el reformador Juan Calvino, en su Institución de la religión cristiana (Ginebra, 1541), siempre respetando el texto sagrado, escribía: remets nous nos dettes comme aussi nous remettons à nos detteurs, que es lo que rezábamos, y comentaba: remettons (...) à tous ces qui nous ont offensés ou qui nous offensent (Belles Lettres, París, 1961, tomo III, pp. 185, 187, resp.), es decir, "perdonamos a todos aquellos que nos han ofendido o que nos ofenden".

Ya en tiempo de Felipe II, el dominico Bartolomé Carranza, arzobispo de Toledo, explicaba en su Catecismo cristiano de 1558: deudas llama aquí a los pecados (...) nosotros también perdonamos a nuestros hermanos cuando han pecado contra nosotros (Ed. BAC, Madrid, 1972, tomo II, pp. 433 y 435 resp.). Santa Teresa, en fin, en su Camino de perfección, publicado en Evora en 1583, pero escrito veinte años antes, de 1562 a 1564, al comentar la expresión nuestras deudas, escribe, con aquella gracia tan suya, que perdonamos cosas que ni son agravios ni son nada y unos párrafos abajo, ya en singular y no menos lindamente: yo no he tenido a quien perdonar ni qué (63, 1-2; 65, 4 resp.), donde independientemente del encanto personalísimo de sus observaciones, queda claro que se adhiere a la interpretación de que venimos tratando.

 
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