Usted está aquí: domingo 17 de julio de 2005 Opinión MAR DE HISTORIAS

MAR DE HISTORIAS

Cristina Pacheco

Canción desesperada

Apenas eran las siete de la noche y ya estaba muerta de cansancio. Tenía ropa que empacar pero decidí ver un rato la tele. Al encenderla se fue la luz. Pensé que los fusibles se habían quemado y salí a comprar unos de repuesto. Me sorprendió que estuvieran reunidos en el patio los pocos inquilinos que aún viven en El Avispero. Elisa y Karen llevaban ramos de flores. Iba a preguntarles dónde sería la fiesta cuando se escuchó el grito de la señora Deyanira:

¡Ya pueden subir!

Rafa sugirió que avanzaran formados. Genaro y Cata encabezaron la fila. Los seguían Carmela, El Maras y Erika, que en cualquier momento dará a luz. Detrás iba Guadalupe. Fabián y Carmela tomaron su lugar en cuanto llegó Aníbal. Don Máximo iba refunfuñando, sin atender las súplicas de Carolina, su mujer. José les sugería caminar más de prisa. Al último iba Karen. Se detuvo al verme.

Doñita: ¿usted no viene?

Supuse que la señora Deyanira había organizado una fiestecita de despedida. Me entristeció que no me hubiera invitado porque, lo que sea de cada quien, en los tiempos en que nadie le hablaba a causa de sus creencias fui la única que no le volteó la cara.

Disimulé mi resentimiento:

No puedo. Tengo que salir a comprar unos fusibles.

Cuando regresé de la tlapalería sentí en El Avispero, más fuerte que otras veces, el olor a sándalo. La curiosidad venció mi rencor y subí a la casa de la señora Deyanira. Encontré la puerta abierta y a todos hincados ante el altar de la Santa Muerte.

La señora Deyanira salió a recibirme:

Como saben que me voy mañana, quisieron venir a despedirse de la Santa Muerte y a solicitarle su protección. Me tocó el hombro: Todos la necesitamos siempre, y más ahora que la fuerza de extrañas voluntades nos obliga a salir de aquí. ¿Gusta pasar?

Rechacé su invitación:

Tengo que cambiar mis fusibles antes de que oscurezca más. Le mostré el paquetito que me dieron en la tlapalería: Compré seis, por si alguien más los necesita.

La señora Deyanira se acercó para hablarme al oído:

Ya sé que usted es bien desvelada, así que al ratito paso a entregarle las llaves y a despedirme, porque en la mañana no tendré tiempo. Miró su reloj. Pedí la mudanza para las cinco. Se lo advierto para que no vaya a asustarse cuando oiga ruidos.

La señora Deyanira cerró su puerta. Cuando me quedé sola en el pasillo me sorprendió la quietud de El Avispero. Eché de menos los pasos, las voces, el olor a comida, los rumores del agua, la música, los gritos de los muchachos jugando futbol en el patio. Me entristeció ver los pasillos solitarios, las puertas cerradas y las ventanas oscuras. Sólo vi luz en el 707. Me acerqué y a través de la cortina sorprendí a don Juan Bosco Malo sentado ante la mesa llena de papeles.

Iba a retirarme cuando él me descubrió y me hizo señas de que lo esperara. Al verlo en la puerta me disculpé por haberlo interrumpido. Me invitó a pasar. En el 707 todo menos el montón de papeles sobre la mesa estaba igual como lo había dejado al morir la señora Bona.

¿Eso es lo que buscaba?

Por su sonrisa imaginé lo que él iba a responder:

No. Son recibos, menús, recetas, cartas, recortes de periódico. Hay de todo, excepto mis poemas. No eran muchos. Los mandé encuadernar para facilitarle a Bona su lectura. Miró los papeles con repugnancia: El librito habría ocupado menos espacio que todas estas porquerías.

Mentí para reanimarlo:

¿Buscó bien? A la señora Bona le daba por guardar sus tesoros, como ella decía, dentro de las cajas de zapatos.

Me encaminé a la recámara, pero don Juan Bosco me impidió entrar:

Por favor, no lo haga. Usted sabe tan bien como yo que no encontrará nada. Se volvió hacia el perchero, metió la mano en el bolsillo de su impermeable, sacó una llave y me la ofreció: ya no la necesito, pero usted sí.

Lo vi acercarse a la puerta y quise evitar que se fuera:

No se vaya sin decirme qué debo hacer con estos muebles: ¿los regalo a un asilo?

Don Juan Bosco acarició el sillón predilecto de doña Bona:

¿Se imagina este mueble forrado con peluche de tigre en un asilo? Suspiró. La conocí bien y no creo que ella estuviera de acuerdo con enviar sus cosas a uno de esos lugares: los aborrecía por tristes y húmedos. Sólo me consuela de su muerte...

Lo interrumpí:

Entonces lléveselos. No respondió. ¿Quiere que los venda? Decídase, porque hay que desocupar este departamento antes de octubre.

Don Juan Bosco me respondió lo que menos esperaba: No se haga más problemas: deje todo aquí.

Su indiferencia me irritó: Pero si sabe que van a demoler el edificio. Levantó los hombros. ¿No le importa?

Como si no me hubiera escuchado regresó a la mesa:

Aquí hay setenta y cuatro papeles, algunos son muy viejos. ¿Sabe cuántas páginas tenía mi poemario? ¡Veinte! Me miró como disculpándose: Llámelo superstición o vanidad de mi parte: quería protegerlos con esa cifra y que llegaran a inmortalizarse como los Veinte poemas de don Pablo Neruda. Hizo un saludo militar: Mis respetos para el sublime bardo. ¿Lo conoce?

Hice memoria:

Como que me suena, pero nunca lo he visto. La ternura de su sonrisa me animó a preguntarle: ¿Era amigo de la señora Bona? Los ojos de don Juan Bosco se abrillantaron:

Sí, o al menos ella decía que le gustaba leerlo. Se quedó callado y su expresión volvió a ser la de antes: Cuando pase por aquí le traeré a regalar los Veinte poemas. Es un libro pequeño, no le robará a usted demasiado espacio.

Se encaminó a la puerta y procuré retrasar su partida recordándole lo que ya debía saber:

No sé dónde voy a vivir, ¿Por qué mejor no me deja una dirección o algo? No respondió. Temí que me hubiera malinterpretado y caminé tras él: Me gustaría mantener el contacto y que de vez en cuando nos reuniéramos a platicar. Con usted siempre aprendo mucho.

Se detuvo a mitad de la escalera y me miró burlón:

¿Ah, sí? Pues vaya maestro que ha encontrado.

Sus dudas me ofendieron:

Lo dije en serio. Señalé hacia el patio: Usted me descubrió la belleza de este patio y por eso dejé de considerar que barrerlo era mi obligación más pesada.

Don Juan Bosco se sentó en un escalón y sacó una cajetilla.

¿Puedo...? Encendió un cigarro. ¿Qué me decía?

Me senté junto a él y me dejé llevar por mis pensamientos:

Si supiera los años de mi vida que invertí barriendo este hermoso patio sin jamás lograr que estuviera tan limpio como ahora. Me levanté y me acerqué al barandal: No me gusta verlo así, y menos tan solitario. ¿Por qué será?

Se oyeron las campanas de Santa Brigada y enseguida los ladridos de Rambo y Killer. Don Juan Bosco se levantó:

Se está haciendo tarde. Me ofreció la manos. Noté que temblaba cuando estrechó la mía. Gracias por todo y hasta pronto.

No podría dejarlo ir sin darle otra esperanza:

Seguiré buscando en el departamento. Ya verá que encuentro su poemario. Por cierto, no me ha dicho cómo se llama.

Don Juan Bosco se alejó de prisa y sin volverse a mirarme gritó:

La vida que se va.

 
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