Usted está aquí: martes 5 de julio de 2005 Opinión Las dos campañas

Luis Hernández Navarro

Las dos campañas

En política no hay espacios vacíos. Cuando una fuerza abandona una franja del espectro para tratar de ocupar otra, el hueco que deja es ocupado irremediablemente por un grupo emergente. Eso es lo que parece estar sucediéndole al Partido de la Revolución Democrática (PRD).

Desde su nacimiento, el partido del sol azteca se convirtió en la principal corriente de izquierda en México. La mayoría de los grupos y partidos socialistas del país, incluidos algunos de los más radicales, se sumaron al proyecto. Gran cantidad de luchadores sociales buscaron allí cobertura, apoyo y coordinación para su actividad.

Sin embargo, el PRD ha abandonado en los hechos muchos de sus postulados originales. Más allá de sus declaraciones y de lo que muchos de sus militantes hacen todos los días, parte de sus legisladores, gobernantes y dirigentes partidarios se han desplazado hacia el centro de la geometría política. Su comportamiento y las posiciones que defienden se diferencian poco de otros agrupamientos. Su oposición al neoliberalismo es más retórica que práctica. El partido ha dejado libre un enorme hueco a la izquierda.

Ese corrimiento hacia el centro se ha profundizado a partir de la gran expectativa de triunfo electoral que el PRD tiene en las próximas elecciones presidenciales. Basada más en la popularidad de Andrés Manuel López Obrador que en un proceso de acumulación de fuerzas del partido, alimentada más por el crecimiento de un estado de opinión que por el crecimiento organizativo, la posibilidad de la victoria ha obligado al jefe de Gobierno de la ciudad de México a establecer compromisos con los factores reales de poder, o al menos a considerarlos a la hora de fijar su posición política.

Es así como a pesar de su origen, de su larga trayectoria como dirigente de importantes movilizaciones sociales, de su compromiso con los pobres, de su decisión de no permitir el fraude cometido con el Fobaproa, y de su convicción de que no hay que privatizar el sector energético, López Obrador ha declarado a la prensa internacional que su proyecto es de centro, se ha comprometido a no modificar la política macroeconómica, ha ofrecido una especie de inmunidad a los integrantes de la actual administración y no se ha preocupado por fomentar la construcción de organizaciones autónomas de ciudadanos. Sin un sólido tejido social que lo apoye abajo, el tabasqueño ha debido hacer acuerdos arriba.

Durante la lucha contra su desafuero, López Obrador fue, simultáneamente, el dirigente de un potente, pero inorgánico movimiento político transformador y precandidato presidencial; un dirigente social y un funcionario público. Pero, colocado en una difícil disyuntiva y con poderosos enemigos en contra, el tabasqueño optó por competir por la Presidencia de la República. Después de todo, la lógica del movimiento social es distinta a la de una campaña electoral.

El movimiento tiene una radicalidad que no conviene a quien aspira a ocupar un puesto de elección popular. Para ganar, un candidato debe obtener cuantos votos sea posible, y para ello requiere moderar su discurso. Por el contrario, un movimiento transformador genuino tiende naturalmente a la confrontación. Así las cosas, desmontada la ofensiva política en su contra, el Peje optó por disolver el movimiento al que convocó, moderar su discurso hacia las elites, terminar sus obras de gobierno, pactar alianzas con sectores medios y relanzar su plataforma electoral.

Existe, pues, en la izquierda del espectro político nacional un espacio "vacío". La fuerte crítica del EZLN al PRD y López Obrador (efectuada más con la rudeza del machete que con la precisión del bisturí) anuncia su intención de ocupar ese territorio abandonado. Un espacio que no es sólo ideológico, sino, sobre todo, político y social. Su apuesta, sin embargo, parece querer ir mucho más allá de su conversión en una corriente de izquierda alternativa de masas para transformarse en una fuerza constituyente. Su diagnóstico de la situación nacional prevé el colapso de la clase política en su conjunto, establecer un nuevo pacto social y refundar la nación desde abajo. Los rebeldes, según la Sexta Declaración de la Selva Lacandona, han asumido como su mandato la realización de estos objetivos.

Quien se asome a la realidad latinoamericana de los últimos 15 años verá que el horizonte rebelde está lejos de ser descabellado. Los movimientos populares anti-neoliberales en el continente han derrumbado presidentes, frenado privatizaciones y servido de telón de fondo para el triunfo de gobiernos progresistas. Son un factor de poder real. Su potencia nace de la energía social generada al calor de la movilización. Su convicción es que la única garantía de que se produzcan cambios a su favor proviene de la organización independiente y la lucha por modificar la relación de fuerzas.

La iniciativa zapatista de salir por todo el país para articular las resistencias al neoliberalismo constituye, de hecho, una campaña que corre de manera paralela a las campañas electorales de los partidos con registro. Una campaña no electoral que busca mostrar la posibilidad de hacer otra política. Se topa, sin embargo, con el peligro de que el ruido de los comicios en los grandes medios masivos de comunicación la vuelva inaudible e invisible para el público.

La campaña del EZLN chocará también con las expectativas de triunfo y de cambio que la candidatura de López Obrador ha levantado entre muchos sectores populares. Lejos de saludarla, intelectuales y líderes de opinión, que en el pasado apoyaron a los rebeldes, la ven hoy como divisionista.

La apuesta rebelde modificará la coyuntura y cambiará las reglas de la política en México. Más que el silencio, la respuesta que los sectores que se reclaman de izquierda debieran dar a la iniciativa es analizarla, criticarla y debatirla. Nuestra vida política nacional se enriquecería con ello.

 
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