La ciudad de México y los pueblos originarios
Iván Gomezcésar Hernández
La "mancha urbana": nada más inexacto para intentar describir a la ciudad de México. Pese al gigantesco crecimiento poblacional en las últimas seis décadas, fenómeno que comparte con otras ciudades del mundo, la de México conserva características que le dan su peculiar personalidad cultural. Una de éstas es la existencia de los pueblos originarios.
Éstos son los que provienen de una estirpe mesoamericana, que existían desde antes de la llegada de los españoles o que fueron creados en el periodo posterior a la conquista, por la política de congregación de pueblos que llevó adelante la Corona. El detallado estudio de Luis González Aparicio, estima que existían en 1521 más de doscientos centros poblacionales en la cuenca de México, desde grandes ciudades hasta poblados pequeños. La mayoría de ellos continuó existiendo hasta el siglo XIX. Pero aún después de la revolución, poco más de cien pueblos del Distrito Federal fueron sujetos de reparto agrario entre 1917 y principio de los cincuenta. Hoy se consideran pueblos originarios 44 pueblos ubicados en las delegaciones de Tláhuac, Xochimilco, Milpa Alta y Magdalena Contreras, que en su mayoría conservan un carácter rural o semirural y poseen algún tipo de representación civil propia.
Estas representaciones han subsistido de formas curiosas:
la comunidad elige a un representante, por lo regular mediante voto directo
organizado por ellos mismos, y posteriormente la delegación política
contrata como empleado a quien resulta ganador. Como esto queda fuera de
toda normatividad vigente, se puede decir que se trata de una forma peculiar
de existencia de "usos y costumbres". Pero es un error suponer que el resto
de los pueblos antiguos ha desaparecido. Si bien algunos se encuentran
en estado agónico, un centenar o más de ellos subsiste en
la cuenca de México no obstante haber desaparecido las actividades
agropecuarias o la pesca lacustre que les daban sustento. En medio del
asfalto, muchos pueblos originarios han mostrado una asombrosa capacidad
de resistencia y una vitalidad a toda prueba. Pese a no contar ya con representaciones
cívicas y a que su territorio quedó reducido a la zona habitacional,
los pueblos han mantenido su decisión de seguir existiendo aferrados
a su cultura, en la que la religiosidad popular ocupa un sitio relevante.
Todo habitante de la ciudad de México ha sido testigo del paso solemne
de las peregrinaciones, de la algarabía de las fiestas patronales,
de la fuerza de la representación de la Vía Crucis o de cómo
se paraliza, por ejemplo, una importante vía rápida para
dar paso a la celebración que hace el pueblo del Peñón
de los Baños de la victoria de las tropas nacionales contra la invasión
francesa en el siglo XIX. Han de ser muy pocos los días en que la
gran urbe no se ilumina con los fuegos de artificio de las fiestas de los
pueblos.
Pero la existencia de los pueblos es mucho más que eso. La viabilidad futura de la ciudad está ligada a la preservación de la zona de lagos y de bosques que son el hábitat de pueblos originarios. Sin la lucha por la preservación de los bosques por parte de los comuneros de Milpa Alta o la de los xochimilcas en contra de la instalación de un club de golf en la zona chinampera, la situación de los habitantes de la megalópolis sería aún más difícil. En medio de la presión que significa la sobrepoblación de Iztapalapa, el pueblo de Santa María Aztahuacan ha logrado preservar un espacio conocido como Los Teatinos, donde según las crónicas del siglo XVI, era de donde partían los ejércitos de Tenochtitlan. Ahora el combate es contra las invasiones y los que tiran cascajo o basura.
Un dato que no es menor es la capacidad democrática que han mostrado los pueblos. Además del caso ya mencionado de los representantes ante las delegaciones, atrás de la intensa vida ceremonial de los pueblos existe un cuidadoso sistema que permite la elección sistemática, generalmente por periodos de uno o dos años, de quienes se encargaran de cada una de las actividades. Por ejemplo, el pueblo de San Lorenzo Tezonco, en Iztapalapa, elige un comité de fiscales, que se encarga de varias fiestas ligadas directamente a la parroquia; además están los organizadores de la representación en Semana Santa, a la que asisten unas 30 mil personas; los que se hacen cargo de las peregrinaciones; los mayordomos de los cuatro barrios, o quienes encabezan las aparatosas comparsas para el carnaval. Cada organización posee una base económica propia. Este complejo sistema ha operado ininterrumpidamente en los pueblos durante varios siglos. Es conveniente no confundirlo con la estructura de la Iglesia, pues obedece a lógicas distintas y mantiene un radio de operación independiente.
Es importante considerar dentro del debate de la reforma política del Distrito Federal la pertinencia de tomar en consideración a este actor, el más antiguo y persistente de la cuenca, y que merece una mayor atención. Debe reconocerse su personalidad como entes colectivos, sus derechos y formas de representación políticas particulares y la defensa de su cultura debe ser parte de una política central, incluyendo de manera relevante el náhuatl, que sigue siendo una lengua viva en esta ciudad. ¿O es que acaso la autonomía de los pueblos sólo es pertinente en Chiapas o Oaxaca? La capital de la República debe dejar de ser el espejo de la herencia colonial que sólo celebra las obras de los indios, pero no ve por ningún lado a sus descendientes vivos.