Editorial
Tamaulipas: manu militari
La intensidad del despliegue militar y de cuerpos policiales federales en Nuevo Laredo, Tamaulipas, parece ser proporcional a la indolencia y la inacción con que el actual gobierno se ha conducido ante el desbordamiento delictivo y la ofensiva de la delincuencia organizada en la franja norte del país y en otras regiones de territorio nacional. El problema la corrupción general de las policías municipal y estatal, la influencia del narco en los reclusorios, el control de la plaza, la infiltración de instituciones públicas, los asesinatos impunes se dejó crecer, y hoy el gobierno federal no encuentra otra manera de resolverlo que poniendo a la localidad bajo un estado de excepción disfrazado de "operativo".
La idílica versión proporcionada ayer por el vocero presidencial Rubén Aguilar Valenzuela, de que el Ejército sólo se encuentra en Nuevo Laredo para "apoyar" a los policías federales, que el dispositivo se realiza "en el ámbito de la soberanía de los estados y la soberanía de los municipios" y que "no está contemplada (sic) la restricción de las garantías individuales", se contrapone con la realidad de una ciudad tomada por los efectivos militares, una corporación de seguridad municipal cuyos efectivos permanecen, en su totalidad, bajo arresto, y el quebrantamiento del derecho de libre tránsito que se expresa en retenes y puntos de control ante los cuales los civiles deben mostrar que no tienen órdenes de aprehensión en contra.
La mendacidad característica del foxismo, irritante cuando se echa a andar para fabricar cifras económicas inverosímiles, resulta intolerable cuando lo que está en juego es la seguridad y la vida de las personas, y cuando se busca encubrir un fenómeno tan grave como la desaparición de poderes (no se habla aquí de la figura legal que permite a la federación intervenir en una entidad o municipio, sino de una realidad palpable: el derrumbe de las instituciones locales de seguridad pública y procuración de justicia) con una movilización policiaco-militar como la que tiene lugar en la localidad fronteriza mencionada.
Durante meses, tanto desde instancias civiles de buena fe como desde el permanente injerencismo estadunidense se advirtió al Ejecutivo federal sobre el retroceso del Estado ante el poder de fuego y de corrupción de los cárteles de la droga, en Tamaulipas y en otras entidades. Pero la Secretaría de Seguridad Pública federal (SSP), a cargo de Ramón Martín Huerta, estaba demasiado ocupada en disimular su propia falta de eficiencia que quedó evidenciada en la agresión contra tres de sus agentes en Tláhuac, mientras la Procuraduría General de la República (PGR), encabezada entonces por Rafael Macedo de la Concha, se hallaba concentrada en hostigar, por la vía judicial y con motivos políticos evidentes, al jefe de Gobierno capitalino, Andrés Manuel López Obrador.
De súbito, el grupo en el gobierno pareció darse cuenta de que el accionar del narcotráfico había rebasado, por enésima ocasión, el poder del Estado, y en vez de analizar en forma seria y transparente la situación y emprender acciones de fondo, así fuera por una vez, optó por la salida aparatosa de enviar miles de integrantes de todas las corporaciones imaginables fuerzas armadas, Policía Federal Preventiva, Agencia Federal de Investigación, Policía Migratoria y hasta contadores de la Secretaría de Hacienda a hacerse presentes en un despliegue que muy posiblemente intimide más a la población inocente que a los sicarios y a los capos.
La reacción del foxismo ante la catástrofe de seguridad pública en el norte del país es, pues, tardía, excesiva e improvisada y, para colmo, recurrente, si ha de hacerse caso al anuncio de Aguilar Valenzuela de que están incluidas Sinaloa y Baja California y seguirán otras entidades.
Ante la descomposición acelerada y la falta de preparación de las policías estatales y municipales, ante la ausencia de una Secretaría de Gobernación propiamente dicha carencia que va del primero de diciembre de 2000 a la fecha, ante la manifiesta inepcia de la SPP federal y ante la conversión de la PGR en una policía política durante buena parte del sexenio, es tan claro como lamentable que al actual gobierno no le quede más que echar mano de las fuerzas armadas para frenar la delincuencia, con lo cual, de paso, violenta el estatuto constitucional del Ejército y la Armada, y somete a los militares a un desgaste indeseable. Tal es el saldo de la imprevisión, la improvisación y la incapacidad de percibir al país real que han caracterizado al grupo que detenta el poder.