Usted está aquí: domingo 15 de mayo de 2005 Opinión Dos errores paralelos

Guillermo Almeyra

Dos errores paralelos

Hay dos viejos, viejísimos errores que hoy se presentan juntos y tienen un efecto conservador. El primero espera que el mundo cambiará si uno elige un presidente bueno y capaz (o una mayoría de parlamentarios capaces y honestos -disculpen el oximoron) y si utiliza bien la varita mágica de las elecciones (parlamentarias o presidenciales). Todo dependería, por consiguiente, de dar base de masas al Salvador o los Salvadores de turno, y de hacer suficiente presión para que superen las trampas y las emboscadas de los Malos, que tratan de preservar sus privilegios pero pueden y deben ser barridos por la revolución en las urnas, por el alud de papeletas de voto que hay que volcar sobre sus cabezas. Este error electoralista cree que el voto y la constitución tienen poder o dan poder por sí mismos, y no se dan cuenta de que son factores de poder, en efecto, pero sólo cuando cambian previamente las relaciones de fuerza entre las clases, para hacerlos valer.

El segundo, paralelo al anterior, sostiene en cambio que las elecciones son "una trampa para pendejos" (éléctions piéges á cons, dicen los ultras franceses). Y, por consiguiente, que hay que huir con asco del terreno de la lucha interburguesa e institucional, y refugiarse en el Aventino del no voto para no contaminarse. Holloway y el dúo Negri-Hardt (una pareja semejante a la de El gordo y El flaco, pero en el campo de la filosofía y la política) teorizan inclusive el "éxodo" del sistema: si dejamos de creer en el capitalismo y, por tanto, de recrearlo, dice el primero, el sistema caerá; si salimos del capitalismo (parando el planeta para bajarnos de él, por ejemplo), dicen los segundos, el capitalismo desaparecerá. En esta posición se refleja, por supuesto, el asco por la política politiquera, un comienzo de ruptura de la dominación y de la hegemonía cultural del capital y el deseo de una solución pacífica a la actual crisis de descomposición política y moral del aparato de Estado, además de una dosis para elefante de idealismo, de desconocimiento histórico y de ignorancia sobre cómo se sostienen mutuamente los mecanismos de explotación y los de dominación.

El primero de los errores cree en el sistema y en la posibilidad de reformarlo; mientras el segundo, aparentemente radical, lo perpetúa al separar a quienes se consideran puros y duros del común de los mortales, que hace política en las manifestaciones, en la resistencia cotidiana, pero también, cuando no tiene más remedio, porque se encuentra de golpe ante una coyuntura electoral, votando (por el candidato a Salvador, cuando tiene esperanzas, o por el menos peor, cuando quiere castigar a su enemigo principal sufragando por el adversario de éste en la lucha interburguesa por el reparto del queso).

América Latina vive la fase de la lucha entre los diversos componentes del establishment, del combate interburgués, como resultado del debilitamiento del aparato estatal debido a la ofensiva neoliberal, consentida y apoyada por una parte del mismo, y de los dramas populares que acarrean las políticas del capital financiero internacional. En toda América Latina estamos en la fase de la utilización de las presiones sociales para producir cambios en las cumbres del Estado, no en la fase de la movilización popular para acabar con el aparato del Estado e instaurar un poder anticapitalista. Eso sucedió en Brasil; en Uruguay, con el Frente Amplio, o con el gobierno peronista sui generis de Néstor Kirchner, en Argentina, que en octubre, si todo sigue así, logrará un apoyo ampliamente mayoritario. No se piensa en ninguna revolución o alternativa social: se piensa en reformas, y "cambio" quiere decir eso, como lo demostró la elección de Vicente Fox o lo demuestra el apoyo a López Obrador. Y ese cambio se intenta por la vía de las elecciones, no de la autorganización, la autonomía, los intentos de autogestión (todos los cuales, si bien existen y están en el orden del día, movilizan sólo a minorías, a unas pocas golondrinas que, si no hacen el verano, en parte lo preanuncian).

Pero inclusive cuando, como en México, la mayoría de los explotados y oprimidos espera de un Salvador o espera de las elecciones para imponer reformas, esa mayoría da a la utilización de la campaña electoral y del momento del voto un sentido diferente al que le dan los que la llaman a movilizarse, o a desmovilizarse, según sus conveniencias en la lucha interburguesa, para negociar asustando a sus adversarios o para tranquilizar a los "factores de poder". Por consiguiente, si hay teatro entre los políticos de profesión, en la gente de a pie hay deseo de utilizar todos los medios, pacíficos de preferencia, para dar soluciones, también reformistas, pero incompatibles con el sistema, como las medidas de fondo que puedan cambiar la situación de los indígenas y de los campesinos, o que puedan preservar las conquistas sociales de la Revolución mexicana o la independencia nacional. Por consiguiente, el deber de los que dicen ser rebeldes o revolucionarios no es decir "¡fuchi!" ante el actual proceso, sino colaborar con todas sus fuerzas, a partir del nivel de conciencia y de organización actual de las clases subalternas, para acompañarlas en sus experiencias, ayudarlas a crecer en ellas, impulsarlas hacia su independencia política y su autorganización. O sea, trabajar juntos, por algunos puntos comunes, con los más cercanos, a pesar de las diferencias pasadas y presentes, para que la lucha las dirima. Saber olvidar lo malo también es tener memoria.

 
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