Usted está aquí: martes 3 de mayo de 2005 Opinión Tiempo latinoamericano

Luis Hernández Navarro

Tiempo latinoamericano

Aunque nuestras elites quieren vivir mirando al norte, el reloj de México marca su tiempo en sincronía con Latinoamérica. Más allá de su especificidad, las jornadas de lucha contra el de-safuero y contra la inhabilitación política forman parte de las profundas convulsiones sociales que atraviesan la región.

Simultáneamente a la toma de las calles por más de un millón de ciudadanos mexicanos para frenar el intento de establecer una democracia selectiva, el movimiento de los forajidos tumbó en Ecuador al presidente Lucio Gutiérrez y explosivas protestas populares pusieron en jaque a los gobiernos de Belice y Nicaragua; en el primer caso para frenar la decisión de privatizar la empresa de telecomunicaciones, y en el segundo para rechazar el alza en el precio de combustibles.

El levantamiento popular venezolano de 1989, conocido como caracazo, marcó el inicio de la irrupción masiva y en ocasiones violenta de los sectores populares en asuntos públicos en el subcontinente. Las movilizaciones sociales han derrocado cuatro presidentes en Argentina, tres en Ecuador y uno en Venezuela, Brasil, Colombia y Bolivia. Además, las protestas han echado atrás la privatización de servicios públicos o de recursos naturales en varios otros países.

Estos movimientos son parte de un ciclo de protesta social extraparlamentaria mucho más amplio. Lo social ha invadido la esfera antes reservada a lo "político", al tiempo que el campo de la política institucional entra en crisis. Mientras la mayoría de los partidos de izquierda han renunciado a sus programas históricos y se zambullen de lleno en las aguas del gatopardismo centrista, la acción callejera de la multitud ha modificado la correlación de fuerzas.

Entre los saldos verificables que arroja la entrada de América Latina en la globalización se encuentra la polarización social. Si el continente salió de la negra noche de las dictaduras militares con naciones fragmentadas, aunque llenas de esperanza en que la democracia liberal traería en su bolsa la justicia social, el neoliberalismo profundizó la segmentación e hizo evidente que no era con las viejas clases políticas que como ésta podría conseguirse. Insertos, débil y mal, en la economía mundializada, los países del área se han dividido internamente entre una elite que se beneficia de esa inserción y las amplias mayorías que quedan fuera de ella.

Los saldos del modelo son lamentables. La relativa recuperación económica de América Latina ha ido acompañada de altas tasas de desempleo, que en la región aumentó en promedio de 6.7 por ciento en 1980 a 10.5 por ciento en 2004. La fuerza laboral se ha desplazado desde la producción de bienes a los servicios. Poco más de 70 por ciento de los nuevos puestos de trabajo se localizan en el sector informal, en el cual no se establecen relaciones contractuales. Sin seguro de desempleo, con las redes de protección social desmanteladas, con flexibilidad laboral creciente, no puede extrañar que haya 220 millones de pobres.

La lucha contra el desafuero en México está emparentada con las nuevas movilizaciones sociales en Hispanoamérica en cuanto éstas expresan la respuesta de los sectores subalternos ante una situación límite, provocada por la combinación de políticas de ajuste salvajes y democracia precaria.

Si bien las protestas contra el desafuero de López Obrador respondieron a una dinámica local de defensa de las conquistas democráticas, fueron, además, alimentadas por una polarización social similar a la que atraviesa toda América Latina. La inhabilitación política del Peje significó, para muchos de sus seguidores, la cancelación de sus expectativas de justicia redistributiva, esto es, sumar a su exclusión presente una exclusión futura. Después de todo, son muchos los ciudadanos que identifican la gestión del tabasqueño en el gobierno de la ciudad de México con la formación de redes de protección social y la creación de empleos, al tiempo que ven en su candidatura a la Presidencia la posibilidad de replicar esas políticas.

El fin de los regímenes autoritarios en Hispanoamérica coincidió con la reivindicación del mercado como escuela de virtud. Se sustituyó la política por el mercado, la administración pública por el manejo gerencial, la ciudadanía por los consumidores, la atención a la pobreza por la rentabilidad social. El llamado a "reinventar" el gobierno trasladó mecánicamente la ideología de la empresa privada a las políticas públicas. Lo empresarial se convirtió en sinónimo de gobierno eficiente, moderno, no burocrático, no corrupto y responsable.

La transgresión de lo público por parte de los intereses privados polarizó las sociedades latinoamericanas. Y lejos de ayudar a mantener la cohesión social, desmantelar lo público para abrir sus competencias y funciones a lo privado lo fragmentó.

Disminuida la legitimidad política por el reino del mercado y la práctica abdicación de las funciones redistributivas y asistenciales del Estado, y erosionada la figura del Estado-nación por la apología de la globalización, la identidad nacional de los sectores populares se disoció del Estado y la clase política. Surgieron así expresiones de descontento social que reivindican el espacio público en oposición a la privatización de los recursos naturales y buscan reformular la fuerza integradora de la vieja identidad nacional.

Como ha sucedido con otros políticos progresistas del continente, López Obrador encarna para muchos esa mezcla de añoranza y reinvención de la identidad nacional. Su rechazo a poner en manos de la iniciativa privada el sector energético refuerza en los afectados por la privatización de los servicios públicos la convicción de que con él pueden defenderse los intereses como nación.

El reloj mexicano camina, mucho más de lo que se cree, en el tiempo de Latinoamérica. Y eso implica también el que aún no han irrumpido en la arena pública otros actores que son claves en la vida política de la región.

 
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