Usted está aquí: martes 3 de mayo de 2005 Opinión El desgaste: el Estado distraído

Rolando Cordera Campos

El desgaste: el Estado distraído

En las últimas semanas México vivió un momento más del largo, costoso y ahora peligroso desgaste del Estado posrevolucionario. Sin el concurso de los grupos dirigentes para emprender su renovación y transformación, el Estado heredado de la revolución sigue su curso declinante, que no ha sido dejado atrás con el predominio de las fórmulas neoliberales.

En realidad, la aplicación de esas fórmulas ha acelerado la erosión estatal, pero no trajo consigo la combinación de políticas e instituciones capaces de renovar la centralidad del Estado y recuperarle su productividad histórica. La democracia tampoco lo ha podido hacer.

La democracia ha permitido mantener estabilidades básicas y encauzar las pulsiones hacia la revuelta o la fuga (de masas mediante la emigración y de elites con sus capitales), pero al igual que el mercado se ha mostrado incapaz de producir y reproducir las mediaciones necesarias para encaminar el conflicto político y social hacia nuevas plataformas de cooperación y acuerdo entre los actores decisivos del crecimiento económico. Sin expansión, el país vive un profundo conflicto distributivo larvado o contenido, pero capaz de generar las tensiones suficientes para impedir su propia superación a través de la producción y el empleo necesarios. Debajo de la tristemente célebre falta de reformas "estructurales" está este conflicto encapsulado que se envenena por la pobreza y la absurda ostentación de las elites autoproclamadas que parlotean sobre los derechos de propiedad mientras evaden la dosis mínima de responsabilidad social y política, como se mostró en estos días, que sus posiciones en las cúpulas del poder económico y político les reclaman.

De esta manera, el proceso de inversión se ve maniatado y la reducción de la inversión pública no ha encontrado en la inversión privada un sustituto efectivo, ni siquiera un sucedáneo eficiente. El resultado es una infraestructura insuficiente para apropiarse con amplitud de la apertura y la globalización, y un deslizamiento fatídico de la estructura económica y social resultante del cambio, que ha reproducido ampliadamente la heterogeneidad original hasta configurar lo que el economista Enrique Hernández Laos ha llamado un "trialismo" que, a su vez, determina el mantenimiento de altas cuotas de pobreza y desigualdad inadmisibles éticamente y perniciosas para el funcionamiento estable de la democracia.

De todo esto habló la marcha del domingo antepasado y de esto hablará la movilización desatada por la confusión reinante en lo que queda de Estado. La reconstrucción de su legitimidad se estrella contra las expresiones cotidianas de este trialismo, que pone en jaque al Estado nacional, o a su proyecto desde la democracia, social y territorialmente hablando.

El miércoles se impuso la razón de Estado, pero sus bases son endebles porque tanto la razón política como la infraestructura institucional son precarias, trastabillan y no encuentran un conjunto dirigente dispuesto a decir y asumir lo que ocurre, correr los riesgos y convocar al cambio necesario.

Herederos de la mutación estructural neoliberal, con la que nos llegó la pluralidad formal de la política, los grupos dirigentes de la política democrática en estreno han optado por mantener el Estado retraído a que obligó el discurso liberista dominante, y con el actual gobierno han llegado al extremo de caer en el Estado distraído, autista, que todo lo espera de la providencia o del cabildeo a nuestro favor de Juan Pablo II, o de la buena voluntad del vecino.

La razón de Estado, ejercida con fortuna al final de estas ominosas jornadas, tiene que alimentarse no sólo de la reforma de la política, sino de una reforma mental, cultural y moral que las capas autodesignadas dirigentes han despreciado y que el tránsito a la globalización no nos trajo y más bien escamoteó. Sin reconocer esto, el desgaste no puede sino seguir y la recuperación de la política lograda estas semanas será vista como un mero alto en el camino, como una anécdota en la historia mexicana de la destrucción de lo que más le costó erigir: un Estado nacional que con todos sus desperfectos y abusos era digno de tal nombre.

 
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