Usted está aquí: lunes 2 de mayo de 2005 Deportes Huichapan y Atenco, estampas del genuino toro bravo

Ecos de Aguascalientes

Huichapan y Atenco, estampas del genuino toro bravo

LUMBRERA CHICO

Después de una semana de involuntaria ausencia, esta página retorna con el entusiasmo de siempre para vigilar el inframundo de la fiesta brava, donde se producen como en todas partes las noticias más diversas, como por ejemplo esa que anuncia desde Santiago de Chile el arribo de la novillera Elizabeth Moreno, invitada que fue por la televisión de aquel país a intervenir en una emisión especial sobre mujeres toreras, o como las que provienen de la feria de Aguascalientes donde el pasado viernes el ex niño madrileño, Julián López El Juli, cortó las dos orejas de cada uno de los ejemplares de la ganadería de Barralva que le tocaron en suerte, y salió en hombros, mientras Rafael Ortega se retiraba en silencio después de haber despachado un lote inmanejable.

Al día siguiente, es decir el sábado, que fue también el Día del Niño y en el mismo escenario, Eulalio López El Zotoluco le cortó las orejas y el rabo a un séptimo y bien escogido cajón de la dehesa de Fernando de la Mora, mientras El Juli, que repetía, no refrendó su triunfo de la víspera porque falló con el acero en sus respectivos turnos, y partió de inmediato a Tijuana donde estaba contratado para ayer. Así, la Monumental de Aguascalientes quedó lista para la despedida de Miguel Espinosa Armillita Chico, el hijo del maestro Fermín, ese pobre muchacho de corazón de pollo que taurinamente nunca ascendió a la edad adulta y consumió la mayor parte de su tiempo en los ruedos sufriendo y prodigando una abulia sin límites.

Es por eso que antes de ocuparse del adiós de Armillita Chico, lo último que haría en el mundo, este ocasional cronista prefirió trasladarse ayer, en compañía del maestro Leonardo Páez, a la plaza mexiquense de La Florecita, en Ciudad Satélite, no para ver a ningún joven prospecto, que ninguno estaba anunciado en el cartel, sino para admirar los toros de Atenco y Huichapan, que en sus peculiares encornaduras y con sus apretadas carnes lucieron la estampa del incomparable ganado de lidia mexicano.

Eran, en efecto, animales cuya lámina evocaba escenas del campo bravo en la época de Ponciano Díaz y luego del joven Rodolfo Gaona, toros con los pitones montados y volteados como antenas de grillo sobre el testuz, que pelearon fieramente con los caballos, sobre todo el segundo del encierro, un hermoso capacho del hierro hidalguense, y que impusieron el silencio y el respeto en los tendidos por su aspecto de fieras cargadas de peligros. Quiso la suerte que me sentara junto a dos hombres de letras italianos que, antes del festejo, me contaron algunas anécdotas acerca de los trastornos que se registraron en la ciudad de Roma tras la muerte de Juan Pablo II, como el hecho de que todas las imprentas de la ciudad trabajaran día y noche produciendo estampitas del líder religioso, un detalle, por ejemplo, del que jamás nos informó la televisión mexicana, cada vez más alejada del periodismo de verdad y cada vez también más enamorada de su antidemocrática prepotencia.

 
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