Usted está aquí: sábado 30 de abril de 2005 Mundo Mundo árabe: democracia y política exterior

Marta Tawil

Mundo árabe: democracia y política exterior

Ampliar la imagen Las �as fuerzas sirias se retiran de L�no, el pasado martes, tras 29 a�de la presencia de Damasco en la naci�rabe FOTO Reuters

Desde comienzos de los años 90, el mundo árabe es testigo del regreso de consultas electorales: en Jordania (1989), Líbano (1992), Kuwait (1992), Yemen reunificado (1993), la Autoridad Nacional Palestina (1996), Siria (1990), Irak (1991). Inclusive los países del golfo Pérsico (Omán, Arabia Saudita) establecen Consejos de Consultación (Majlis a-Shura) a falta de instancias legislativas electas. Con la muerte en 1999 y 2000 de cuatro líderes árabes (los reyes de Marruecos y Jordania, el emir de Bahrein y el presidente de Siria) se depositó en la "nueva generación" en el poder la esperanza de un nuevo pacto social, una salida al atrofiado sistema político y económico de estos países. En la Liga Árabe se debate acaloradamente sobre la relación intrínseca entre las reformas internas de los países miembros y la necesidad de reformar ese organismo regional; el fin de la presencia militar siria en Líbano y el futuro del sistema político libanés fomenta todo tipo de análisis y anhelos. Desafortunadamente, los cambios han sido lentos y algunos mediocres; la interpretación de la presencia de nuevos y jóvenes líderes en términos simplistas de una "vieja y nueva guardias" manifestó muy pronto sus límites frente a la complejidad de estos regímenes. Además, pocas o nulas son las motivaciones que la comunidad internacional brinda a muchos de estos países para abrir sus sistemas políticos.

El cuadro iraquí o el afgano muestran los efectos negativos de las políticas de Estados Unidos y de la comunidad internacional. El discurso de muchos diplomáticos y periodistas occidentales tiende, por ejemplo, a imponer una lectura de la realidad de estos países en términos étnicos, a pesar de que los actores locales no se reconozcan en ella. Así, en Irak como en Afganistán, la solución a todos los males parece residir en los derechos de las minorías y en la "federalización" del territorio nacional, a pesar de que casi ninguno de los grupos locales se sienta particularmente atraído por la idea (salvo los kurdos iraquíes y los hazaras afganos). Si bien es cierto que las divisiones étnicas y religiosas son importantes, no son unívocas ni absolutas. La división entre sunitas y chiítas en Irak no está claramente definida ni es territorial; sin embargo, Estados Unidos, que se siente más cómodo hablando de la existencia de reivindicaciones minoritarias que de nacionalismo o de islamismo, está obligando a los iraquíes a reconocerse principalmente en términos étnicos o religiosos para adquirir visibilidad y pertinencia en la escena política. El modo de escrutinio y las condiciones de elegibilidad de las pasadas elecciones son la demostración más reciente e inquietante de la "libanización" de Irak.

Los cambios hacia la apertura política en los países árabes han sido lentos. Decenios de autoritarismo, aunado a altos niveles de tensión y militarización regional, y la conveniencia de las grandes potencias del momento, han fortalecido todo tipo de candados, clientelismos, corrupción y malos manejos de la economía. Si elementos estructurales e iniciativas provenientes de los actores locales explican en buena medida las dificultades crecientes de los países de la región, la estigmatización del mundo árabe, la caída de Saddam Hussein y los proyectos de democratización (Middle East Partnership Initiative) o de rediseño de Medio Oriente (Greater Middle East) son factores que contribuyen a alimentar la polarización interna.

El contexto regional, en que Estados Unidos participa como actor desde marzo de 2003, paraliza los movimientos de reforma, aumenta la desconfianza, agudiza los reflejos nacionalistas y de identidades primordiales o transnacionales, inclusive entre los voceros de la "sociedad civil" en estos países. El escenario regional es fuente de contradicciones extremas para los intelectuales liberales árabes, que temen ser percibidos como marionetas de los designios estadunidenses.

La situación que vive Siria es un buen ejemplo reciente de estas evoluciones. Las presiones económicas y políticas no logran canalizarse correctamente; las expresiones devotas y los grupos de reflexión religiosa de la comunidad sunita se han extendido y son mucho más visibles que antes; las mágicas calles milenarias de ciudades como Alepo y Damasco se ven progresivamente invadidas de velos islámicos. Ello no se ha traducido en algún tipo de intolerancia o de tensiones con las comunidades religiosas minoritarias del país, pero no deja de ser un fenómeno sorprendente en una Siria "laica". El régimen baazista intenta elaborar una estrategia defensiva: en junio próximo tendrá lugar un Congreso del partido Baaz que podría abrir la puerta a una forma de multipartidismo, en previsión de la elección presidencial de 2007. Ya se anunció la liberación de todos los prisioneros políticos, así como la extensión de pasaportes a todos los exiliados. Esta medida beneficiará sin duda a la Hermandad Musulmana siria -los islamitas son el único verdadero enemigo del régimen- en su mayor parte establecida en Londres, y quien, en voz de su representante Al Bayanouni, lanzó un llamado al ejército sirio para que contribuya al "cambio pacífico del país" y al fin del monopolio del partido Baaz. En lo que parece ser una táctica para fortalecer su propio movimiento, la corriente liberal intelectual siria dice no temerlos e inclusive parece dispuesta a recibirlos con los brazos abiertos.

Huérfanos de la bipolaridad, muchos de estos países deben lidiar con un sistema internacional que penaliza su "falta de colaboración" y su "poca voluntad" de respetar las resoluciones multilaterales. Los países que están tentados a mantener su autonomía frente al proyecto hegemónico estadunidense, como Siria, se ven clasificados en una categoría próxima al "eje del mal"; regímenes dependientes de Washington como los de El Cairo y Riad no pueden criticar las posiciones de Israel o Estados Unidos sin levantar reprobación.

No se ofrecen perspectivas creíbles de beneficios concretos, como la resolución del conflicto palestino o la recuperación de Golán. Los incentivos tangibles para democratizarse tampoco están en el orden del día; el llamado proceso de Barcelona, iniciado en 1995, que prevé acuerdos de asociación bilaterales con miras a la creación de una zona euromediterránea de libre comercio, no condiciona el acceso a los mercados y fondos europeos a la aplicación de reformas políticas, y se basa más bien en el delicado supuesto que la liberalización política será el resultado espontáneo de un proceso de apertura económica. Mientras tanto, el gobierno israelí de Ariel Sharon, conciente de que no puede simplemente ejercer la fuerza militar en los territorios palestinos sin ofrecer perspectiva política alguna a su opinión pública y a Washington, presenta el proyecto de retirarse de la franja de Gaza y desalojar cuatro asentamientos judíos en el norte de Cisjordania. A cambio, se consiente a Israel la anexión de porciones de Cisjordania, la construcción del muro de separación, el control de la totalidad de Jerusalén y el aplazamiento indefinido del problema de los refugiados palestinos. Por su parte, Damasco trata de romper su aislamiento internacional a raíz de sus tropiezos en Líbano: fortalece la cooperación con Teherán (que a su vez está en la defensiva), multiplica puentes de contacto con Turquía, visita China y compra misiles a Moscú, lo que provoca las protestas indignadas de la potencia nuclear de la región, Israel.

La crisis sirio-libanesa que se desató con la muerte de Rafiq Hariri en febrero pasado abrió las puertas a la ''determinación común de trabajar en favor de un Líbano libre, independiente y democrático'' con la que Jacques Chirac y George W. Bush quisieron ilustrar en Bruselas el 'nuevo' curso de sus relaciones bilaterales. La disposición de París y la Unión Europea de no dejar en manos exclusivas de Washington la tarea de defender la democracia y los derechos humanos en Líbano, sin duda contrasta con su poca voluntad en el pasado de hacer lo mismo en el caso de Irak. Falta ver cuáles serán los alcances y límites de esos nuevos bríos. Por lo pronto, mediante una insólita posición común los europeos hacen saber que, pensándolo bien, el Hezbollah libanés les resulta incómodo y censurable. París parece haber dejado de lado su interés en revivir el proceso de paz entre Siria e Israel como mecanismo que establezca cierta reciprocidad y permita a Damasco recuperar la confianza (todos, hasta la ONU, parecen olvidar que el mayor problema en esta región es precisamente el ambiente de desconfianza entre sus actores). El único gran remedio que se ofrece a los árabes es elegir nuevos gobiernos, dar la palabra a sus pueblos mediante el voto, y listo. Que los pueblos en cuestión lleven decenios sin conocer los valores democráticos y que necesiten reaprenderlos en su vida cotidiana y no sólo en el acto de marcar una boleta, parece ser lo de menos. Que los países en cuestión insistan en recuperar los territorios ocupados con un mínimo de dignidad y reciprocidad se interpreta, especialmente en Estados Unidos, como una prueba más de la predilección obsesiva por discursos anacrónicos que los regímenes autoritarios, maniatados por su "mentalidad de búnker" e incapaces de utilizar la racionalidad como instrumento de política exterior, manipulan para fines exclusivos de consumo interno.

 
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