Política sin principios
La renuncia de Tatiana Clouthier al PAN es ilustrativa de la crisis actual de los partidos. Se inscribe en esa suerte de divorcio entre fines y medios, característico de la acción partidista cotidiana, es decir, de la disociación entre los objetivos racionales a los que en teoría se deben y las conductas políticas que en realidad los niegan. No estamos solamente ante la explosión de interpretaciones distintas de la coyuntura, de diferencias cuya dialéctica resulta necesaria y funcional a la democracia, sino de una crisis ideológica en torno a la identidad distintiva de cada partido. A esa cancelación de los fundamentos se refiere Clouthier cuando señala: ''Entré a las filas del PAN movida por un ideal y principios que llamaban; había proyecto: democratizar a México, hacer ciudadanía y llegar al poder para servir. El bien común estaba por encima de los intereses particulares de personas y de grupos. Hoy creo que se está buscando más el poder por el poder, y quienes encabezan al partido son una muestra clara de ello: el fin justifica los medios''. ¿No son éstas quejas semejantes a la que, desde las antípodas, se hacen otros militantes desencantados con el rumbo de sus propios partidos?
Clouthier cree que en las recientes elecciones internas ''el PAN se sacó al priísta que, 'dicen', todos llevamos dentro, y éste afloró en la práctica... Nos estamos convirtiendo, sin mucho esfuerzo, en una mala copia del PRI''. Sin embargo, la renunciante no advierte que la mutación ocurrida en las filas del partido no es un accidente sino la afirmación de un "nuevo principio", la concreción de un proyecto que presupone el entierro de ciertas doctrinas consagradas del pasado en aras de una renovación que, en nombre del cambio generacional, ¡oh, paradojas!, recupera al primer plano los valores y la gesticulación de la extrema derecha.
Empujados por las reivindicaciones empresariales, muchos líderes panistas acogieron sin reservas la ideología del ''fin de las ideologías'', alimentando en la escena nacional la ilusión de que bastaba adherirse a las normas del derecho y la libertad de mercado para construir una sociedad y un Estado democrático. La mano invisible y el poder de Dios harían el resto. De cara al 2000, el PAN se entregó fervorosamente a la tarea de convertir la política partidista en un ejercicio puramente propagandístico, neutral, a contrapelo de las muy reales manifestaciones de militancia confesional de su candidato. Y Fox ganó la elecciones. Los ''tradicionalistas'' perdieron la batalla ante el empuje de los amigos del Presidente. La crisis estaba servida. El nuevo gobierno no deseaba atarse de manos y desde el primer momento puso a gente sin partido al frente de numerosas dependencias. Desaparecieron del cuadro postulados ideológicos y personalidades reconocidas, pero se acrecentaron las ambiciones personales de los "nuevos panistas", comenzando por Martha Sahagun. Se podría suponer que hoy, con Espino a la cabeza, por vez primera en estos cuatro años, el foxismo tiene partido: el de la derecha más recalcitrante.
La competencia democrática exaltó la significación de los partidos, pero estos simplemente se dejaron llevar por la corriente principal. En lugar de atender a la necesidad de dar respuestas a los problemas creados por el cambio en las relaciones políticas, se dedicaron a explotar los beneficios de su privilegiada situación. Desaparecieron los objetivos, cualquier cosa parecida a un ideal, como si los fines se construyeran sobre la marcha, atendiendo a la cotidianeidad. Eso no es posible. El trabajo político exige propuestas, proyectos, una idea de futuro que ofrecer a la ciudadanía. Pero en los hechos se impone la vacuidad, una ausencia absoluta de pensamiento reflexivo, la salida cínica. Por ejemplo, el jefe del PAN cuando declara satisfecho: "se va una persona y al mismo tiempo están entrando de mil a mil 500 nuevos militantes a la semana". Adelante, caminante.