Usted está aquí: lunes 14 de marzo de 2005 Opinión El mundo empieza después del límite

Hermann Bellinghausen

El mundo empieza después del límite

Víctor Segalen lleva horas en la semipenumbra de la cabaña donde hasta hace tres meses vivía Paul Gauguin en la isla Hiva-Oa. Encuentra vacío el recinto, pero permanece en él varias horas. Más tarde visitará al gobernador de las islas, quien ordenó recoger los papeles y lienzos del ciudadano francés fallecido en las Marquesas meses atrás, ¿en qué fecha, señor secretario? Ah, sí, el 8 de mayo.

La hermosa Obaluna dejó solo a Segalen después de conducir su andar a la cabaña. En el trayecto del embarcadero a la aldea, Segalen y Obaluna intercambiaron corteses y brillantes palabras, incomprensibles las del uno para el otro y no obstante muy agradables. Ahora permanece acuclillado en un rincón, pensando en las bromas del destino, los desencuentros, y en la inmortalidad del cangrejo.

Apenas ahora, agosto de 1903, siente haber llegado a los Mares del Sur, y no aquel 23 de enero de su arribo a Tahití. Es joven. Ignora que de hecho siempre será joven, pues no vivirá para saberlo. Hace poco coronó sus estudios clínicos con una tesis sobre la descripción de enfermedades en la literatura moderna (o sea las novelas del siglo XIX, que acaba de concluir). Enseguida fue enviado como médico al vapor francés Durance, anclado en Tahití.

Al cabo de un largo rato, sale a contemplar los bajorrelieves de Gauguin que decoran la puerta de la cabaña. "Maison du juir" ("Mansión del gozo"), se lee. Más abajo, junto a un rostro de mujer en el que Segalen reconoce a Obaluna, encuentra labrado en la madera: "Sed amorosos y seréis dichosos".

Antes de rembarcar en el Durance de regreso a Tahití, revisa las pertenencias de Gauguin en una barraca de la prefectura. Durante un lapso que no mide, como en trance, se rodea de esos cuadros que nadie, o sea ningún occidental, ha visto todavía. El gobernador no cuenta. Ni su secretario.

La vegetación en los lienzos, y esos cuerpos brunos y carnales, el agua, los frutos, son el más tangible triunfo del arte sobre la materia. El paraíso trágico. Las dos caras de la civilización maorí en eterna fiesta: sumergida en el placer sin pecado que proclamaba Gauguin en sus cartas y en las meditaciones de Noanoa, estalla inmisericorde en esa selva de mujeres, bestias y dioses que levitan sobre el verde, el rojo y el púrpura con gracia moribunda. Dibujos en papel, lienzos en bastidor o enrollados y con incipientes señas de humedad.

De momento Segalen sabe de China y los chinos lo poco que pudo ver en el barrio chino de San Francisco, en el trayecto de Toulon al Pacífico vía Nueva York y el ferrocarril estadunidense. Ignora que China será la revelación de su poesía y de su vida, que recorrerá el Tíbet con un aliento que siempre le envidiará Saint-John Perse, poeta "del aliento" como ninguno. Segalen no ha formado el criterio que lo opondrá a las doctrinas de Confucio y lo llevará a una problemática pero vivaz relación con el budismo, al cual tampoco hará a la postre demasiado caso. En fin, Segalen no es Segalen todavía. Lo sabemos nosotros un siglo después. No abandona aún la rada de todos los sentidos; lo hará cuando la inmensidad del Tíbet lo devore y alimente.

Paul Gauguin, fallido banquero, ciudadano irresponsable, drifter que abandonó carrera, familia y sustento en su camino a la dicha fugaz y la desmesurada aniquilación, ha muerto. No como un perro, como el señor de El proceso, de Kafka, porque en Hiva-Oa la pobreza le fue fraterna; pero él en el fondo, sí, disminuido y solo.

El doctor Segalen reconstruye el expediente clínico del pintor que no conoció en vida. Tiene oportunidad de admirar a mujeres que quizá lo amaron y que por lo visto él amó, e hijos más que atribuibles. Y sus pinturas, que no han naufragado en calendarios, postales, carteles y camisetas. Que no han accedido a la gloria universal del lugar común. Segalen contempla, en secreto casi, el recinto más secreto del arte moderno. Más humilde que el fáustico Gauguin, Segalen vislumbra las implicaciones concretas del presunto papel mítico de los artistas. Pero nadie escarmienta en carne ajena.

Toca los lienzos. Le tiembla la mano. Viene de paso. No hará nada por ese tesoro, salvo redactar un artículo para Mercure de France (junio de 1904). Qué más puede hacer. Tiene 25 años y un patrón en la naval. Obedece órdenes. Pronto retornará a Europa. Escribirá: "honremos a las edades en sus caídas y al tiempo en su voracidad". Creyendo que dice no a la rebeldía contra el tiempo, será rebelde hasta el final de sus días. Algunos de sus biógrafos, no todos, afirman que la culpa la tuvo Gauguin.

Segalen acaricia las telas, aprovechando que todavía no se lo impide el guardia de ningún museo. Descubre que la vida no vale nada pero es a todo dar. Seis años después viajará por fin al "país de lo real", o sea China. Allí aprenderá que "los ríos corren hacia los cuatro lados" y que las montañas, como el corazón de los hombres, toman la forma que tiene el mar.

 
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