Usted está aquí: lunes 7 de marzo de 2005 Opinión Pirandello, DF

Hermann Bellinghausen

Pirandello, DF

La tonada, o lo que sea, apenas audible, parece venir de muy lejos. Qué fácil le resulta llegar a la ciudad, salir a sus calles como quien entra en casa. Esa alfombra iluminada que desvela a los satélites del espacio, los pasajeros de Cristóbal Colón, ADO o algún avión nocturno, y da vuelta con la curvatura de la Tierra. En noches así ni un Goethe proverbial hubiera mendigado más luz. El desenfado formal de los pobladores de la noche hace de la ciudad una mar serena y bien guardada. Quién dice que peligrosa no es, ha sido siempre, llena de pequeñas muertes, y de las grandes también. Ni modo que por eso uno deje de salirla a caminar cuando se vive en ella.

Un callejón desemboca en otro, una red de fachadas silenciosas y patios que nadie usa para dormir de noche (de día los vagos y teporochitos, chance). La gente reposa o lo que sea dentro de las vecindades y edificios de interés social. Algunas ventanas son de luz todavía, o cuando menos destellan pantallas plateadas de televisión.

La tonada se aproxima y va tomando más bien el perfil de una voz. Belarmino no busca nada en particular esta noche en el limbo donde nadie lo espera, así que deambula ese rumbo porque por qué no.

Contra un barandal una pareja en posición comprometedora, y comprometida, se engarrota y suspende la respiración mientras furtivo pasa Belarmino y él por no interrumpir apura el paso sin apenarlos con la mirada ni nada.

Sólo Downtown México tiene esta cantidad de laberinto interminable. De pronto ya no es la ciudad real, sino la mucho más precisa y constante de los sueños. El dichoso "haber estado aquí", el recordar, o como si como. La fuerte sensación escindida de no saber dónde está y no andar perdido.

La voz adquiere perfiles de palabras, frases. Cierta armonía la hacía parecer música. Las calles y callejuelas lanzan crecientes señales de vida. Gente que va o viene, o bajo un farol bebe y espera. Todos se entremiran sin pudor, medio sonríen, avanzan con familiaridad entre los obstáculos de la calle -postes, botes, perros adormilados, gente- y fingen, muy bien, dirigirse a alguna parte. No conversan con desconocidos. No son horas. Como no sea para pedir fuego, o un Orange Crush al de los tacos.

Los muros, como barcos que vienen de perder una batalla, ondean los girones de sus banderas: los carteles de lucha libre y tocadas de baile que ya fueron y el engrudo dejó de retener. La gente les pinta encima, les arrebata pedazos. Pequeños stickers sobrepuestos puntualizan: "No al desafuero".

La voz resulta ser varias. Voces. Que pronuncian los parlamentos de una representación teatral que de pronto topa Belarmino al doblar hacia la siguiente plazuela. Hay más actores que público. De hecho, se trata tan sólo de un ejercicio con Pirandello. La acción, aunque objetivamente callejera, transcurre en un teatro dentro del teatro. Un hombre y una mujer se apartan de los demás actores que no dejan de actuar en el presunto aforo que la puesta en escena remeda.

¿Qué tiene?, dice la mujer. ¿Yo? Nada. ¿Qué tengo?, dice el hombre. Y ella: ¿Por qué está así entonces?/ No lo sé. Sólo sé que si me hubiera quedado un momento más en el palco terminaba por hacer una verdadera locura./ Esta vida ya no es vida que pueda soportarse./ ¿Lo advierte ahora?/ ¡Cállese, le suplico! Todos nos miran./ ¡Justamente por eso! ¡Justamente por eso!

Los actores se aplican en parecer nerviosos, en hablar quedo pero ser audibles muchas cuadras a la redonda, amplificadores de por medio. Y qué dijeron, ya se va Belarmino pensando que qué ciudad tan cultural. Bien sabe que todo esto es casualidad. Se apoya en un portal incoloro y aunque no ofrezca el mejor ángulo, allí permanece hasta el fin de la representación, que es sólo el acto intermedio de la obra Esta noche se improvisa. Vista su aplicación casi escolar, si algo no hacen esta noche los actores de la compañía es improvisar.

 
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