Usted está aquí: lunes 14 de febrero de 2005 Cultura Piporro quedó atrás

Hermann Bellinghausen

Piporro quedó atrás

"Los caballos que corrieron no eran grandes ni eran chicos'', canta Piporro desde muy lejos en el tiempo. Belarmino nunca ha sido capaz de resistir el hechizo de una frontera donde quiera que la encuentra, y la playa de Bagdad se abre a sus pies. Deja la palapa-bar donde hay gente sacando pistolas. Prefiere caminar a llegar sentado. O peor, en caja.

En un carrito a toldo alzado compra un raspado de grosella y lo sorbe con deleite. Extiende sobre la arena el mapa que trajo y con dedos pringosos busca la ubicación exacta de este vacío. Los nombres al menos. El viento le disputa el mapa. Lo aferra. Un anuncio de refrescos entra en su campo visual y lo regresa al mundo real que por momentos querría desvanecerse en esta región solitaria, intransitable pero no abrupta.

Piporro va ya en El terror de la frontera, mal aguantándose la risa: ''De su buen caballo bayo/ se bajó pegando un brinco/ traiba la pistola al cinto/ y ya con los pies en tierra/ sus espuelas van sonando/ y su paso van marcando''. El viento choca con la brisa del mar y levanta papeles entre gaviotas y la arenisca por momentos salta a los ojos y los hostiga. Belarmino dobla el mapa para su bolsillo trasero del pantalón bluyín. Empecinado sin razón precisa camina la playa que se torna aún más solitaria y para colmo neblinosa.

''Su mirada desconfiada/ en su cara iba mostrando/ intenciones que llevaba/ pero las disimulaba/ con su tabaco mascando/ pa' escupir de vez en cuando''. Por demasiado deliberado que suene, Belarmino se aferra al buen Piporro en tan despiadado trance. ''No se asomen vecinos del poblado/ que se escondan toditas las mujeres./ Las espuelas que se oyen arrastrando/ a placeres y muertes van cantando".

Fantasmalmente se adivina un poste en forma de obelisco. Belarmino sospecha que es la mojonera de Estados Unidos y sin necesidad de comprobarlo se detiene. Iba a decir que en seco, pero no. El lodo del río Bravo deshace el camino sobre mojado y sale al mar.

En su cabeza se habla de retorno, y Belarmino hace caso. Desandar lo andado le lleva un rato hasta la parada del camión a Matamoros, que sin haber arrancado ya echa humo como veneno. ¿Qué premoniciones del temible Señor de los Cielos Amado Carrillo trae la canción de hace siglos de don Eulalio González?: ''Quedó la calle desierta/ nadie atrás y nadie enfrente/ mas la gente estaba alerta/ pues volvía de repente/ aquel hombre endemoniado/ que por muerto lo habían dado''.

A unos veinte metros de arena, en la palapa-bar los tipos de antes siguen, las pistolas reposan sobre las mesas de lámina, los paquetes de six en el suelo dan la medida de su espera. La carga no llega por lo visto. Los celulares callan. ¿Los plancharon? ¿Falló el pitazo? Belarmino aborda el camión, uno viejito pintado de verde y blanco. Le alegra dejar Bagdad.

"Al llegar a la cantina/ se paró hasta la rocola/ y corrió toda la bola/ porque todos ya sabían/ que cuando el hombre escupía/ lo hacía también su pistola''. Belarmino y sus rollos: la mitología macha del outlaw en la franja de acá es cotidiana de hace décadas y hoy se refresca en las narcorrolas norteñas, gruperas, cumbieras y hip-hoperas. Y en la corrupción más espantosa. Piporro como un cronista precursor con preclaro sentido de la gracia.

Nadie en Matamoros está en condiciones de enterarse que las calles recobran otro rato a Belarmino que apaga el walkman y se las arregla para apuntarse en el próximo avión que salga.

En la gente se percibe un fatalismo cordial. Fingen pertenecer a Tamaulipas, a México, a sí mismos, pero pertenecen a alguien más, como revela un dejo de vida hipotecada en las caras, en cada transacción y en cada diálogo, que los hay.

Uno: el señor David tiene hijos, nacieron acá, crecieron viendo la frontera, ahora viven todos en Estados Unidos, hasta su mujer, están divorciados, sus nietos ostentan pasaporte azul los pelaos, nunca los ve, están lejos del borde tierra adentro del otro país. Él se aferra a permanecer en México, solo, envejeciendo, se sostiene de su trabajo, es conductor, no confiesa que alguien le mande dinero, a lo mejor no le mandan, y sería un caso raro. Allá no tengo nada qué hacer, se fueron por dinero y no regresaron, aquí estoy en mi casa y no lo puedo evitar, dice con una sonrisa muy dental, y Belarmino le cree. Se lo dice: le creo, don. Y saca a volar el estómago vacío sobre el desierto, de regreso a la ciudad donde vive desde siempre.

 
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