Puños rosas
Puños Rosas y Temporada de patos fueron las dos grandes sorpresas en la pasada Muestra de Cine Mexicano en Guadalajara. Lo atractivo de ambas cintas fue su manera contundente de romper, en los terrenos del drama y la comedia, respectivamente, con los automatismos y complacencias del cine mexicano comercial, con sus tramas de telenovela, sus thrillers de inspiración hollywoodense, y el humorismo ramplón de sus comedias románticas. El joven realizador sinaloense Beto Gómez (El agujero, El sueño del caimán) demuestra en Puños rosas, su tercera incursión fílmica, un dominio más seguro de la narración y un gusto por la ambigüedad y la insinuación al abordar el tema de la atracción homoerótica en un medio rural. Este gusto se traduce en su recurso a un lenguaje elíptico que sugiere mucho más de lo que muestra la pantalla, todo sin afectar, salvo contadas excepciones, la claridad del relato y la intensidad de lo narrado. Y lo que narra Puños rosas es, primordialmente, una historia de amor entre dos hombres, contrariada por las circunstancias adversas y encaminada a la fatalidad en el entorno hostil del narcotráfico fronterizo.
El joven boxeador Jimmy Morales (Rodrigo Oviedo), también embalsamador de cadáveres, es testigo en un callejón de Matamoros, Tamaulipas, del crimen que acaba de perpetrar Germán (José Yenque), un traficante de autos robados y también asesino a sueldo. Inexplicablemente, el matón deja libre al boxeador que podría inculparlo. Germán es un hombre fatigado, antihéroe nihilista para quien la vida ha perdido sentido luego de presenciar tantas miradas de despedida de sus incontables víctimas. Una variante local del bandido Sterling Hayden en Mientras la ciudad duerme (The asphalt jungle, Huston, 1950), o como posiblemente lo desea el subyugado Jimmy Morales, una nueva encarnación del asalta bancos "Doc" (Steve Mc Queen) en La huída (The getaway, Peckinpah, 1968), filme repetidamente evocado en Puños rosas. Jimmy, por su parte, declara sólo sentirse vivo "al lado de los muertos y en el ring".
Según un esquema clásico en thrillers y filmes sobre boxeadores, el escéptico veterano sucumbe, en una amistad viril, al ideal de ingenuidad, frescura y energía que representa el joven novato, invariablemente fascinado. Lo que sigue es una relación intensa de complicidad y aprendizaje, con el anhelo de una hipotética huída lejos del mundo corruptor del hampa, aquí el narcotráfico, y siempre hacia un destino ideal, aquí Puerto Vallarta. Beto Gómez añade a esta historia romántica una estupenda galería de personajes secundarios, la suegra de Germán (Isela Vega, en malhablada bloody mama), la esposa rencorosa (Cecilia Suárez), un travesti almodovariano, Lola (Roberto Espejo), e incluso un desaprovechado Adal Ramones, en gimoteo perpetuo, como sufrido enamorado del muy asediado Germán. Un acierto notable es la banda sonora del filme, de Plastilina Mosh a los corridos norteños, pasando por melodías populares ("Mi Matamoros querido, nunca te podré olvidar.."), todo en una recreación de atmósferas que incluye el interior de un penal de alta seguridad, cuyas rutinas el director confunde astutamente con las de una vida en el espacio exterior que tanto se le asemeja.
Poco importa que los personajes vivan fuera o dentro del penal, sus negocios, marrullerías, diversiones, frustraciones y entusiasmos afectivos son los mismos en esos dos ámbitos que el realizador muestra equiparablemente claustrofóbicos. Y así como confunde estos espacios, también entremezcla géneros fílmicos, desde lo que semeja un western crepuscular hasta lo que evidentemente se precisa como un filme de acción con fuego cruzado en un estacionamiento o una persecución alucinada por las calles de Brownsville, Texas. Hay todavía un largo trecho para la maestría controlada de un Peckinpah, por ejemplo, y alguna deuda innecesaria con el cine narco/chatarra de los años 80, como ese episodio amarillista de dos judiciales ajusticiados en la cama. Lo innegable es la presencia de un estilo sólido y muy personal, y la originalidad con la que Beto Gómez aborda el tema del homoerotismo (el sexo, escamoteado, tiene aquí como sustituto ventajoso la intensidad romántica de las miradas), y esto es algo inusual en el tratamiento fílmico nacional del tema, tan atento siempre al sufrimiento, la culpa y la vergüenza, tan adicto al esquema cliché de macho-hembra en la relación entre varones, tan ajeno también a la insinuación erótica en su manía de transitar de un desnudo masculino al siguiente. Puños rosas es muestra elocuente de la madurez de su realizador y de su atinada renuencia a transitar por los terrenos ya muy gastados de nuestro cine comercial.