Usted está aquí: domingo 13 de febrero de 2005 Política Para acabar con todo

Rolando Cordera Campos

Para acabar con todo

La ofensiva contra el Instituto Federal Electoral (IFE), orquestada desde el Senado pero coreada por partidos y legisladores de todo color y sabor, da cuenta de la degradación de nuestra política formal, que muchos querríamos que fuese la política principal de nuestro país. Sabemos que no lo es, y es este conocimiento una de las fuentes principales de nuestro desencanto invernal, que sospechamos puede tornarse secular.

La diferencia interpretativa fue transmutada por los Verdes en litigio casi o proto constitucional, y el PRI, o lo que quede de él, lo consagró inopinadamente en conflicto político de primer orden. Sin llegar todavía a mayores, el Consejo General del IFE ha sido puesto en entredicho por sus progenitores principales, si es que la genética política lo admite.

Promover reclamos camarales contra el IFE equivale a lanzar bravatas y malos dichos contra la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN). Conspira contra las instituciones que sostienen este enloquecido torneo por el poder presidencial que se dirimirá en julio de 2006, y que si se resuelve por las vías sugeridas por la verborrea de los actores políticos principales en estas infaustas semanas de inicios del año, no puede sino ofrecernos momentos ominosos, cuando no años llenos de peligro colectivo y personal. Y es esta clase de sospechas la que lo lleva a uno a reclamar de los políticos llamados profesionales un mínimo de responsabilidad con el propio proceso, y el presupuesto y la legalidad que los hacen posibles.

Confundir a la Suprema Corte con su presidente, su antecesor o su eventual sucesor, es un craso error político y conceptual, y de nada sirve para aplanar el piso institucional del que ha partido la democracia mexicana para evolucionar. Los discursos del actual presidente de la SCJN disgustan a muchos, y decepcionan a más, porque no han podido dejar atrás el tufo de presidencialismo que tanto dañó a la institución en el pasado. Pero ni el discurso ni la inferencia histórica son suficientes para descalificar a un poder que apenas resurge y que, independientemente de los juicios de cada quien, es vital para asegurar los convenios a que tendremos que llegar antes y después del gran despeje presidencial de julio del año que entra. Sin esa ancla, que depende tanto del comportamiento de los ministros como del resto de la sociedad, la nave mexicana de la democracia puede sin más naufragar, sin el alivio de un relevo providencial o del que pueda proveer la elección racional.

Lo grave está radicado hoy, sin embargo, en la ofensiva desatada contra el IFE y sus consejeros, iniciada por el Partido Verde y coreada sin mayor discusión por el PRI y otros partidos de la oposición. No hay razón que valga en estos momentos para que el PRI arramble contra el Consejo General de ese organismo que sus diputados constituyeron sin mayor meditación política, pero menos la hay para admitir que esta batida contra el IFE sea vista como parte "normal" de la lucha por el poder constituido que debe tener una conclusión constitucional en 2006.

Hemos hablado sin cesar, ni logro alguno, de la necesidad de pactos y acuerdos nacionales de todo tipo y fachada. Tendremos que hacerlo en el futuro, porque la lección de lo que nos ha pasado y de lo que han experimentado en otros lares así lo manda: ni la democracia representativa ni el mercado libre, solos o de la mano, son suficientes para lograr el desarrollo social y las formas de convivencia que requerimos para tener una sociedad habitable.

Pero el tiempo apremia, y no perdona, y tenemos que llegar a la hora señala, a nuestro apogeo de inicio de milenio, mínimamente armados y organizados, seguros de que lo que decidamos en julio del año que viene será no sólo nuestra decisión ocasional, de domingo de elecciones, sino un ejercicio seguro de nuestra soberanía. Y para eso requerimos vitalmente de unas cuantas instituciones y de mucha convicción.

De las primeras, la Suprema Corte y el IFE son insustituibles, y de su respeto hemos de dar cuenta todos y exigirlo de los partidos y los otros poderes, los de derecho y los de hecho; la segunda, la convicción, tiene que ver con frases de bronce sobre la democracia y la libertad, pero se resume en la decisión de que no sea el plomo, nunca más, el que diga la última palabra sobre la política.

Para acabar con todo, no se necesitan bombas asesinas como las de ETA, que no pueden sino llevar a la cárcel, como civilizadamente dijo en días pasados el presidente del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, sino de fastidio y cinismo colectivos, que son siempre letales.

 
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