Ojarasca 93  enero 2005

Geografía y territorio

Ángeles Arcos García



POLHO11Apenas hace treinta años, la geografía con enfoque clásico concebía el territorio como un conjunto de coordenadas bien definidas y situadas en un mapa, en su idea de describir la tierra. Sus concepciones resultaron muy limitadas para analizar sociedades móviles, determinadas por economías mundializadas, que multiplicaban su capacidad de comunicarse y trasladar recursos y conocimientos. El espacio, las fronteras y las distancias comenzaron a ser percibidas de manera distinta.

Al analizar esta nueva complejidad de relaciones entre los grupos humanos y su espacio, se pasó de estudiar los impactos de las culturas sobre el sistema biótico, la ocupación de los suelos, los modos de trabajo en las zonas rurales, sus herramientas y artefactos, a analizar la dimensión simbólica, vivencial y conflictiva de lugares abiertos, en constante transformación.

Comenzaron a estudiarse las representaciones, el papel de los roles, las instituciones, las estructuras de los grupos y su base territorial. Había que hurgar en las formas internalizadas de la cultura y el impacto de éstas en la conformación de los lugares.

Algunos geógrafos comenzaron a pensar los territorios como portadores de visiones, historias y aspiraciones de quienes los vivenciaban y conformaban. Se tendió un vínculo entre territorio, identidad, percepción y representación. Se puso atención a los que habían permanecido sin voz subrayando las relaciones de dominación, oposición y reapropiación en un territorio, enfatizando los discursos y los saberes de sus habitantes. Las consecuencias del neoliberalismo hicieron que los geógrafos indagaran las relaciones de los pueblos con su entorno: las pautas de consumo, el género, la sexualidad, el arte, el ambiente y la justicia social, yendo de la escala del propio cuerpo a las dinámicas de los flujos globales.

La cultura fue un eje para indagar las relaciones de subordinación, lucha y confrontación. Los territorios asomaron su naturaleza variable: se definen, mantienen y alteran por las relaciones desiguales de poder.

Hoy entendemos que son las acciones y los pensamientos humanos los que dan sentido a porciones del espacio y las convierten en territorios. Que la relación de ciertos pueblos y sus lugares mitico-religiosos se convierte en el gran motor de su movilización, de su apertura a nuevos sujetos sociales (con quienes comparten tareas y objetivos), y los lleva a adquirir nuevas herramientas (tecnológicas, jurídicas, de manejo de medios) e incursionar en nuevos espacios públicos, subrayando que lejos de que las identidades queden fijas para siempre, se hallan sometidas al continuo juego de la historia, la cultura y el poder.

Hay quienes argumentan que los lugares no existen como entidades concretas sino como representaciones e identificaciones. Que la identidad de un lugar no está arraigada, que se construye en buena parte mediante relaciones de interdependencia con otros lugares. Consideran que el sentido de lugar o pertenencia son políticamente reaccionarios ya que identificarse con un lugar trae implícito marcar la diferencia y la separación con los ajenos. O que los lugares no son espacios ligados a fronteras y limites singulares, fijos o estáticos, sino la intersección compleja de procesos y relaciones. Que el lugar, espacio y territorio, son lo mismo pues los tres resultan de flujos, entramados, relaciones, influencias e intercambios sociales, teniendo como única diferencia que el espacio es la totalidad de nodos y articulaciones que se entrecruzan y opera a muchos niveles, del ámbito más íntimo al global.

Coincido con que hay que entender el territorio como un conjunto de movimientos en distintas escalas espaciales, surgido de la articulación de procesos globales y locales (y comprender cómo se construyó su peculiaridad), pero no es posible equiparar lugar y territorio. Para los pueblos indígenas no significan lo mismo.

Por ejemplo, los lugares (sagrados) de los wixaritari son de menor amplitud, son puntos de su circuito de culto, santuarios a los que tienen acceso temporalmente (la mayoría se ubica en superficies que pertenecen a terceros que les permiten el derecho de paso y uso) mientras su territorio es un amplio horizonte simbólico-material que los antepasados les legaron y que les pertenece.

Es cierto que los territorios son producto de una intersección compleja de relaciones y flujos, pero los territorios indígenas tienen y deben tener linderos o fronteras materiales, siendo la preservación y respeto de los mismos uno de sus principales reclamos. La identidad sí encuentra en los territorios un lugar de arraigo, inscripción o anclaje y en el caso de los pueblos indios sus territorios son un elemento crucial para reproducir y satisfacer sus necesidades vitales, sean materiales o simbólicas. Se puede abandonar físicamente un territorio sin perder la referencia simbólica y subjetiva mediante la comunicación, la memoria, el recuerdo y la nostalgia.

Es un reto concebir los territorios como espacios fluidos, conflictivos, organizadores de relaciones de poder y de experiencias cuyos límites son porosos. Hay que enfatizar su capacidad de vincular flujos globales y dinámicas locales, resultantes de las relaciones entre las personas y los colectivos y sus esfuerzos por dar sentido a su existencia mediante su lucha por encontrar posibilidades de futuro. Concebir los territorios como producto de una interacción compleja de procesos, como ámbitos modelados por las relaciones que albergan, y profundizar en la naturaleza simbólica del territorio, puede contribuir a contrastar visiones tan distantes como las del gobierno mexicano y las de los pueblos indígenas y aclarar las tareas --jurídicas-- pendientes que garanticen la protección de sus derechos territoriales.

El concepto de justicia tiene que reconocer la desigualdad actual entre los grupos, de modo que se promueva una política emancipadora que integre redistribución y reconocimiento con base en esa diferencia.

Al analizar los derechos territoriales de los pueblos indígenas puede aflorar la construcción histórica de esos espacios (más allá de la verdad legal de los expedientes), el proceso conflictivo de los grupos que los habitan, su intento por imponer lo que cada uno entiende por uso y destino de ese entorno.

Históricamente, el Estado Mexicano ha restringido el uso legal de la palabra territorio, refiriéndose de manera casi exclusiva al suelo patrio, al espacio de la Nación. En los últimos quince años las reivindicaciones indígenas cuestionan ese monopolio, y desenmascaran un uso que sirve para menoscabar sus demandas territoriales. Los pueblos indios exigen que sus espacios sean considerados en su naturaleza material y simbólica, abarcando jurídicamente todos los elementos de sus hábitats y sus concepciones cosmogónicas.

El movimiento indígena en México exige que se reconozca y se legisle por lo menos en términos de los instrumentos internacionales (ratificados por nuestro país). Que se respeten los valores y la importancia que para ellos tienen sus territorios colectivos. Que se protejan sus derechos de propiedad/posesión y se establezcan los procedimientos jurídicos para restituir las superficies que consideran propias trascendiendo el concepto administrativo (plano y restrictivo) de la ley que ignora que ese soporte espacial, complejo y largamente afectado es determinante para su reproducción física e identitaria.

Las nuevas tendencias de análisis territorial confirman la necesidad de reconocer en México visiones y vínculos espaciales que, proviniendo de antiguos colectivos culturalmente diferenciados, permanecen ignorados por la ley, y abrir paso a la reconstrucción legal de los territorios indígenas, al evidenciar el proceso de ruptura, despojo, desvinculación y división que han sufrido; la necesidad que tienen los pueblos de recomponerlos.
 
 
 

Ángeles Arcos es integrante de la Asociación Jalisciense de Apoyo a Grupos Indígenas, AJAGI

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