El Día Internacional del Regalo Ricardo Bada En la mayestática Plaza Mayor de Madrid, desde los primeros días de diciembre, se monta un gran mercado navideño donde la pregunta a los compradores que más se oye es la siguiente: "¿Cuánto cuesta el misterio?" Esa pregunta, que suena metafísica a los oídos de los no iniciados, no es para nada esotérica, y ese misterio incluye una mayúscula que no se percibe acústicamente. "El Misterio" es la fórmula popular para designar el conjunto de cinco figuras: el niño Jesús recién nacido, la Virgen María, San José, la mula y el buey, es decir, el centro de gravedad temática de cualquier belén o pesebre o nacimiento, comoquiera que lo llamen. El mercado navideño de la capital española actúa como un imán que atrae hasta él a miles y miles de madrileños y de visitantes. Hasta tal punto que años atrás hubo un fin de semana en que el metro debió suspender las tres líneas que pasan por la estación de la Puerta del Sol, la más cercana a la Plaza Mayor. Debió suspenderlas porque cuando se abrían las puertas de los trenes que llegaban atestados a los seis andenes subterráneos, los viajeros no podían descender porque los seis andenes estaban igualmente atestados, como lo estaban las escaleras, los pasillos y las galerías de transbordo, el gran patio central, los tres accesos, la misma Puerta de Sol y las diez calles que convergen a la misma, mientras miles y miles de transeúntes seguían confluyendo hasta ese corazón de Madrid que don Antonio Machado definió como "rompeolas de las cuarenta y nueve provincias españolas", y donde resultaba de veras imposible dar un paso a no ser milímetro a milímetro. Un espectáculo apto para ser pintado por El Bosco. La pregunta que yo me hago no es la de cuánto cuesta el Misterio, sino cuál es el misterio de esa atracción inaudita de un mercado navideño en un mundo en el que los valores que representa el portal de Belén han desaparecido tragados, devorados, triturados, por la máquina de la civilización del consumo. No acabo de entender, y éste sí que es un gran misterio, cómo es que para celebrar el nacimiento de un niño que vino al mundo pobre de solemnidad, y que cuando adulto predicó una doctrina de renunciamiento y de apartamiento de los bienes terrenales, millones y millones de personas en el mundo entero gastan y gastan a manos llenas hasta un dinero que no tienen, en honor del dios Mercurio, la helénica divinidad protectora del comercio. Suelo pasar en Madrid, desde hace muchos años, la semana inicial de ese mercado navideño, y una y otra vez se me viene al pensamiento aquel chiste gráfico irlandés en el que se ve a Jesús caído con la cruz a cuestas camino del Gólgota y mirando perplejo a un grupo de enmascarados que lo encañona con metralletas y le conmina: "¿Católico o protestante?" Paradójicamente, su salvación en el chiste quizás hubiese dependido de que contestase la verdad: "Judío." Acaso no haya cosa que más deteste en esta vida que la moralina y los sermones, que son el pan nuestro de cada día de los políticos y los detentadores de la verdad absoluta. Pero cada vez que retornan estos últimos días del calendario me siento compulsivamente motivado a pedir que olvidemos de una vez para siempre la entretanto hipócrita fundamentación de los festejos. A pedir a quienes corresponda que tengan
el coraje civil de rebautizar la fecha y no llamarla más Navidad
sino Día Internacional del Regalo. El Uruguay nos dio un ejemplo
soberano hace casi un siglo, cuando las leyes sociales de Batlle y Ordóñez
convirtieron la Semana Santa en la Semana de Turismo.
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