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México D.F. Domingo 14 de noviembre de 2004
Bárbara Jacobs
Pequeños grandes ensayos
Recibí un paquete de libros que me llamaron la atención. Se trata de una nueva colección, Pequeños Grandes Ensayos, que dirige Hernán Lara Zavala desde la Universidad Nacional. ƑSe oirá mal que admita que salivé al sólo ver los títulos y los nombres de los autores? Hay desde un ensayo de Cristóbal Colón hasta un par de T. S. Eliot, pasando por tantos otros que enumerarlos llenaría el espacio de estas páginas.
Todos los títulos me parecieron atractivos y, como en los buenos tiempos, quería sentarme y "devorar" uno tras otro, mandando el resto de mis quehaceres a volar. La sensación de que esto era posible me la daba la brevedad de los volúmenes, algo que me remitió a mi adolescencia cuando, en la bolsa, metía un libro para, apenas llegar a una fiesta, introducirme en el baño a leerlo. Cuanta más paz me brindaba esta infracción que el terror de enfrentarme a que el joven que me gustara fuera precisamente
el que no se me acercaría a conversar. Me fui llenando la mente de tanta literatura que, por otra parte, dificultaría el que me conformara con la charla de los muchachos que bailaban agitados y se tomaban, con desafío, sus primeras copas, no sé qué tan conscientes del ensayo de Hazlitt "Sobre el sentimiento de inmortalidad en la juventud".
Los ensayos de este mismo ensayista inglés y de R. L. Stevenson sobre el arte de caminar me tocaron profundamente, aparte de que me recordaron el pasaje de Thoreau acerca de la misma actividad. Coinciden en que, si vas a dar una caminata, la mejor forma es hacerla solo, y la conclusión de Hazlitt de que nunca está menos solo que cuando está a solas me remitió a Lulio y a otros místicos a los que les bastaba la compañía de Dios.
Pero yo disiento de ellos en este punto pues, aunque suelo caminar a solas, muchas de mis caminatas más añoradas las he hecho acompañada. Es cierto que es "otra cosa", pero a mi juicio al mismo nivel de deseable y necesaria como caminar en soledad. En ésta, ves la naturaleza o la ciudad, no haces concesiones de acelerar o disminuir tu ritmo y, según Hazlitt, dejas para después incluso el acto de pensar.
El, particularmente, admite como única reflexión mientras camina detenerse en lo que, una vez concluida su marcha, va a sentarse a cenar. Dice que Charles Lamb sería el peor acompañante en una caminata porque es el mejor conversador a la hora de charlar.
Eliot me hace meditar a partir de sus puntos de vista sobre "Lo clásico y el talento individual", desacomoda lo que yo tenía por cierto y abre la posibilidad de volver a reparar en esos términos para ampliar el ejercicio de la reflexión, cuando menos. Henry Miller celebra sus ochenta años en el mejor estilo de "El coloso de Marusi", ligero y jovial sin, por esto, carecer en lo más mínimo de profundidad.
Pero quien me sacó las lágrimas (lejos de proponérselo) fue David Hume, con el ensayo "De mi propia vida", de apenas unas cuantas páginas. Escribe esta breve autobiografía consciente de que está a punto de morir sin, por lo mismo, dejar de lado su reconocido buen ánimo. Habla de la proximidad de su muerte como lo haría el más desafiante de los viejos filósofos, contento porque ha logrado vivir 65 años, trabajar cuanto pudo y soportar, con cada nuevo volumen que publicaba, la indiferencia, cuando no el desdén abierto, de parte de la crítica y del lector.
Viajó, tuvo amigos, sostuvo conversaciones animadas cuando no ilustrativas, encontró que no tenía mucho más que decir que no estuviera en su obra y que no fuera consignar los datos esenciales de una vida: cuándo y dónde nació (el 26 de abril de 1711, en Edimburgo), quiénes fueron sus padres (ambos acaudalados), de quienes, además, no tenía sino buenos y gratos recuerdos. Se fue debilitando, dictó algunas cartas, vio a muy poca gente los últimos días y, según palabras de su médico, murió en paz. ƑPuede pedirse privilegio mayor?
Sin embargo, en el relato de su vida omite las ocasiones en que estuvo a punto de obtener un nombramiento en alguna universidad y fue rechazado, así como el pasaje en que, Rousseau, después de hacer un coraje por un señalamiento de su amigo Hume, corrió hacia él, se sentó en sus rodillas y se soltó a llorar, según narra Nydia Lara Zavala en la Presentación. Tampoco vio ni se ha cumplido el único deseo expreso de Hume acerca de su autobiografía, que consistía en que, cada vez que se publicara o reditara un libro suyo aquélla hiciera las veces de introducción.
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