México D.F. Lunes 1 de noviembre de 2004
Hermann Bellinghausen
Aguafuerte chilango
Se escabulle la mordaza del hocico incontinente de Emeterio Posadas, quien castiga los oídos en la plazuela con su canto quejumbroso de prisionero en la jaula que cuelga a plomo y cual plomada del palo mayor, cerca de la fuente de cupidos y ninfas en piedra cariada, el agua estancada, el olvido en la lama, y mosquitos posados en esa densidad propicia para desovar y perpetuarse.
El perro de Jacobo husmea las tendajonas barracas junto a la antigua tabacalera, muertas y más que muertas desde que la fábrica cerró hace setenta años. Ya pasa la botella, no te quedes con ella, canturrea Manuel Mendoza al cretino de Jacobo que por más que le dicen y dicen su esposa, sus hijos, su nuera y hasta los metiches de los vecinos, no deja el biberón de aguardiente de caña ni para ir al orinal. De Jacobo se rumora que su madre lo parió en el departamento de mujeres de una pulquería. Un vil chiste, pero lo ha cargado toda la vida.
El Pato se aburre con su maletita Nike llena de bolsitas ziploc con cocaína adulterada y mota mala apretada entre los muslos. No desea enterarse de nada.
Hoy la plazuela apesta más que de costumbre, serán el calorón o el hecho de que la cárcel de Emeterio se prolonga y al tipo no lo bañan ni le retiran de la jaula deyecciones ni cáscaras de fruta descompuesta.
Y si perro fuera sólo el de Jacobo, pero estos ambientes enrarecidos atraen perros con sarna como moscas panteoneras.
Emeterio aúlla. A él ya qué más le da. Ni los tordos lo respetan, y le roban arroz del plato o se le paran cerca, dispuestos a picotear cual pollos las costras de sus piernas descubiertas.
Las patrulleros se llevaron la llave de la jaula y dijeron que iban a regresar con ministerio público, pero es la hora que no aparecen. Y todo por robarse un triste pollo rostizado que ni rostizado estaba todavía. Canija es el hambre.
Zelinda la ex cirquera, vetusta bruja, trasiega la plazuela como una caricatura atroz de la jubilación prematura por el moderno mercado laboral y sus dinámicas devastadoras. Sólo ella se apiada de Emeterio y le pone un cacharro de café con leche cada mañana en la orilla de la jaula, y una concha dura pero entera para que sopeé, y mientras Emeterio se silencia y desayuna, permanece cerca y le ahuyenta los perros y los tordos.
"Si tuviéramos la llave, Emeterio", dice Zelinda aguantando el olor de la plazuela y el calentamiento fuera de lógica de la Tierra. "Si tuviéramos la llave".
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