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México D.F. Lunes 1 de noviembre de 2004
Cuxín
Eduardo Galeano
Allí había nacido, allí había
dado sus primeros pasos
Cuando
Rigoberta volvió, años después, su comunidad ya no
estaba. Los soldados no habían dejado nada vivo en la comunidad
que se había llamado Laj-Chimel, la Chimel chiquita, la que se guarda
en el hueco de la mano: mataron a los comuneros y al maíz y a las
gallinas; y los pocos indígenas fugitivos tuvieron que estrangular
a sus perros, para que no los delataran los ladridos en la espesura.
Rigoberta Menchú deambuló por su tierra
alta a través de la niebla, montaña arriba, montaña
abajo, en busca de los arroyos de su infancia, pero ninguno había.
Estaban secas las aguas donde ella se había bañado, o quizá
se habían marchado lejos, las aguas rojas de sangre, lejos.
Y de los árboles mas añosos, que ella creía
alzados para siempre, sólo quedaban restos podridos. Esas ramas
poderosas habían servido para atar las horcas, y esos troncos habían
sido paredones de fusilamiento; y después los árboles se
habían dejado morir.
Y siguió Rigoberta caminando en la niebla, niebla
adentro, gota sin agua, hojita sin rama: buscó al cuxín,
su muy amigo, lo buscó donde él vivía, y no encontró
más que sus raíces secas al aire. Eso era todo lo que quedaba
del árbol que en sus años del destierro la visitaba en sueños,
siempre frondoso de flores blancas de corazón amarillo. El cuxín
había sido salpicado por la sangre de sus queridos y había
envejecido en un ratito, dolido de ellos, y se había arrancado a
sí mismo con raíz y todo.
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