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México D.F. Sábado 30 de octubre de 2004
Cada octubre sus cuadros inundan de luz y mansa
furia el Café Nuevo Brasil
Geroca conquista más espacios en las pinacotecas
de los ricos de Monterrey
Entregado a la pintura y el dibujo, el artista cultiva
sus temas con excesiva devoción
JAIME AVILES
Gerardo Rodríguez Canales, mejor conocido como
Geroca (Saltillo, 1955), es sin duda un fenómeno de las artes plásticas
de Nuevo León, donde su prestigio crece en relación proporcional
con los enigmas de su leyenda. Arquitecto de profesión que desde
hace 30 años abandonó la mesa de diseño para entregarse
por completo a la pintura y el dibujo, es actualmente uno de los caricatuturistas
políticos menos influyentes del diario El Norte y el creador
de una obra personalísima que le ha valido el título de ''cronista
mayor de los desiertos espirituales del noreste mexicano".
Pero
Geroca es, ante todo, un místico de la luz, esa materia intangible
que persigue, paradójicamente, todas las noches. A lo largo de sus
incansables recorridos por los tugurios de mala y peor muerte que se adocenan
en el centro de la ciudad de Monterrey, donde vive en medio de una pobreza
franciscana, Geroca cultiva sus temas con una devoción obsesiva.
La noche y sus personajes, la transgresión de las
normas imperantes en la ciudad moralmente más rígida del
país, los travestis, los alcohólicos solitarios, las meseras-prostitutas,
los vagabundos en harapos, los niños desamparados, el comercio sexual
por amor o por dinero en covachas excecrables, la mugre de las calles,
la ruina del alma, la incurable melancolía impuesta a los diferentes
por la intolerancia absoluta de los más ricos entre los ricos, adquieren
formas deformes y colores descoloridos pero a veces también hirientes
en la vasta obra de este gran artista que, asomado al abismo de sus 50
años de edad, se proclama virgen porque la timidez le impidió
obtener jamás la compañía, así fuese efímera,
de otro cuerpo.
''Y virgen me quedaré -supone-, porque desde joven
fui casi sordo y con muchas dificultades para hablar, pero ahora qué
puedo esperar si ya estoy en la edad de los metales: cabellos de plata,
dientes de oro, verga de plomo", sonríe con esa mirada de ratoncito
miope que en el colmo del autoescarnio lo impulsa a proferir una mentira,
o una verdad a medias que puede ser, vista con calma, la mitad de una verdad
completa: ''Yo no vivo para pintar, yo vivo para esto", y empuña
con orgullo el frasco de una cerveza.
Juzgue, si es cierto, quien lea.
Ronda en los bares
Geroca vive en una casita de dos cuartos, que podría
encuadrarse en el género de ''vivienda de desinterés social",
porque se está cayendo a pedazos. Consta de una pequeña estancia,
digamos, idealmente, para sala-comedor, una cocinita, adosada a la cual,
como personaje de Dostoiesvski, tiene su dormitorio, y un corredor que
va de la puerta de la calle a esa estrecha atmósfera olorosa a pinturas
de aceite, que es la materia fundamental de sus cuadros.
Pero la supuesta sala-comedor, el corredor de la entrada
-donde tiene su caballete- y unos tapancos en las alturas, todo el espacio
está atestado de cuadros de todos tamaños, cuadros cuyo autor
ya no recuerda, cuadros cubiertos de polvo y telarañas, depósitos
de antiguas fantasías que ya no lo perturban. Cada mañana,
Geroca despierta temprano, cuando lo saca del catrecito el insoportable
calorón de Monterrey. Vegetariano que es, desayuna un tomate crudo,
una zanahoria fresca y tal vez una manzana que despacha a mordidas sin
prestarle demasiada atención.
No volverá a probar alimento hasta el otro día,
acaso por la tarde un tentempié, y de inmediato se pone la
ropa de trabajo, un pantalón de dril y una camiseta balaceada. Coge
la paleta y los pinceles y regresa al cuadro que lo ocupa y que lo mantendrá
absorto hasta que caiga el sol. Entonces, bañado y cambiado, se
dirige al Café Nuevo Brasil, situado junto a la mole de El Norte,
y en cinco minutos traza un espléndido cartón, aludiendo
a algún problema local del momento; después cruza la calle,
lo entrega sabiendo que no se lo publicarán y, con un cuaderno bajo
el brazo y dos plumas atómicas en el bolsillo, comienza la ronda
de los bares de la noche donde, cerveza tras cerveza, no cesará
de tomar apuntes para sus nuevos proyectos que en realidad son todos parte
de una especie de Aleph de la noche de Monterrey.
Cada año, cuando empieza octubre, Geroca reúne
las piezas que más le gustan y se las entrega a Moani Compeán
Navarro, el propietario del Café Nuevo Brasil, quien se encargará
de colgarlas y montar una vernisage a la que asisten los críticos,
los parroquianos habituales y los coleccionistas. Porque Geroca es un artista
que empieza a ganar espacios cada vez más grandes en las pinacotecas
de los ricos de la ciudad, que año tras año esperan este
mes para admirar y comprar los nuevos trabajos del maestro.
En esta ocasión, después de rechazar la
oferta del importante Museo de Arte Contemporáneo (Marco), que lo
invitó a exponer una retrospectiva, Geroca ha vuelto a mostrarse
en los muros del Nuevo Brasil con 30 óleos sobre madera, de formato
chico, que reiteran su excelencia. Sin renunciar a sus temas, el artista
introduce imágenes de los alrededores de Monterrey, paisajes rurales
en los que reinan la desolación y la melancolía, cargados
de un acento rulfiano. Pero también, como de costumbre, Geroca se
autorretrata burlándose de sí mismo en piezas como Gatos
pardos -una calle de la madrugada que incluye la sombra de su propio
cuerpo, avanzando a contraflujo de los carros estacionados sobre las banquetas-,
Mingitorio rojo, donde aparece de espaldas a un personaje semejante
a Monsiváis, El cuatro, donde baila, rodeado de botellas
va-cías, con una cerveza sobre la coronilla, para demostrarse que
a pesar de todo lo que ha bebido no está borracho (porque los borrachos
nunca estamos borrachos, hasta que la ley de la gravedad demuestre lo contrario),
o El libro usado, que lo capta ante una pila de impresos destartalados
donde las tantas compañías posibles de lecturas jamás
realizadas son una metáfora del tamaño inconmesurable de
su soledad.
Si usted vive o pasa por Monterrey, no pierda la oportunidad
de inundarse de luz, de mansa furia, de abrumadora belleza, contemplando
las más reciente exposición de Geroca en la esquina de Washington
y Zaragoza, a un costado de El Norte y una cuadra de la Macroplaza.
Y si va a desayunar, pida ''unos huevos como los de Moani". Se lo garantizo:
no se arrepentirá.
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