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México D.F. Jueves 23 de septiembre de 2004
Adolfo Sánchez Rebolledo
De Tlaxcala y otras miserias
En torno a la disputa por la candidatura del PRD en Tlaxcala hay varias cuestiones poco menos que incomprensibles. No se entiende, en primer lugar, la obsesión de Maricarmen Castañeda por suceder a su esposo en el gobierno. En aras de ese objetivo ha removido mar y tierra, ha tocado las puertas de los tribunales, ha ganado resoluciones y aun en contra de la opinión de su propio partido sigue adelante. Nadie que yo sepa ha dicho que la senadora no reúna capacidades suficientes para gobernar su estado, pero se le reclama, eso sí, la inconsecuencia que supondría asumir el cargo como una especie de herencia dinástica, luego de las críticas, justas a mi modo de ver, lanzadas contra las pretensiones de la señora Sahagún de Fox.
Así que en Tlaxcala no hay soluciones a medias: si la candidata no renuncia a sus aspiraciones, el PRD habrá recibido un duro golpe a su credibilidad justo donde y cuando menos lo necesita. Sin embargo, el margen real de maniobra casi ya no existe. La solución no puede ser que el gobernador abandone (abdique) el cargo para facilitarle el camino a su esposa, como si de una monarquía se tratara, pues ello sería una burla para la mayoría ciudadana que lo eligió. Al mismo tiempo, el PRD no puede dejar de cumplir con la resolución del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) porque cometería un ilícito, pero si la acata quedará, políticamente hablando, como un grupo incoherente, sin palabra. A crear este nudo el PRD ha contribuido con su displicencia, pero también el oportunismo así como la ambición de la pareja tlaxcalteca y el propio tribunal.
La resolución mediante la cual se obligó al PRD a eliminar de sus estatutos la prohibición de toda suerte de nepotismo en la postulación de candidatos marca un peligroso precedente de intervención indebida en la vida interna de los partidos políticos que, lejos de favorecer la institucionalidad democrática, contribuye a erosionarla al privilegiar una suerte de "ciudadanización" absoluta de los partidos por encima de la autonomía que los define y constituye. Según el TEPJF, dicha limitante vulneraba el principio de igualdad consagrado en el artículo 1Ɔ de la Constitución, pues limita el acceso de un grupo en particular (los familiares) a un derecho fundamental, "o por afinidad, se niega el derecho a ser votado, aunque sea en forma temporal".
Ningún demócrata responsable podría estar realmente satisfecho con los actuales partidos, como no lo está la ciudadanía en general con la así llamada "clase política". Se les suele ver como aparatos inútiles o despilfarradores de recursos públicos, carentes de identidades definidas y propuestas claras. Es decir, como organismos laxos en defensa de intereses difusos, pero todo el mundo entiende, a pesar de los prejuicios de moda, que los militantes de los partidos son ciudadanos agrupados voluntariamente bajo normas y principios particulares con el fin de postular una visión ideológica y política singular. Y algo más: que los partidos son esenciales y, por tanto, necesarios para el funcionamiento de la democracia representativa. Pues bien, la resolución del TEPJF limita severamente la capacidad de los partidos para normar su vida interna y definir los requisitos que han de cumplir quienes aspiren a puestos de elección popular, requisitos que, además de los que la ley prevé, difieren en cada formación de acuerdo a sus objetivos. Cierto es que la definición de éstos como "entidades de interés público" obliga a las autoridades electorales y judiciales a ejercer una rigurosa fiscalización sobre ellos, en particular por lo que respecta al uso de los dineros públicos, al desempeño realmente democrático de sus órganos de dirección y representación, y al cumplimiento estricto de sus funciones en el marco de la ley, pero obligar a un partido a postular contra su convicción a un candidato es algo que rebasa toda consideración democrática e introduce un elemento distorsionador en el juego de partidos.
La misma discusión en el seno de la sala superior demuestra que entre los magistrados no hay consenso sobre el significado de los problemas a debate. Por ejemplo, según el boletín expedido por el propio tribunal, "la magistrada Alfonsina Berta Navarro Hidalgo llamó la atención en el sentido de que la norma estatutaria no constituye una limitación absoluta al derecho a ser votado, sino que, en todo caso, implica una limitación relativa y temporal, aunado a que, dijo, se trata de una norma acorde con el programa y principios ideológicos del referido partido político. [... ] el magistrado Eloy Fuentes Cerda aseguró que los partidos políticos tienen la libertad, en el uso de sus facultades de autodeterminación, de establecer los requisitos y modalidades que estime indispensables". A su vez, el magistrado José de Jesús Orozco Henríquez insistió en el derecho a la libre auto organización que tienen los partidos políticos y la garantía que debe existir para que sus procesos de selección de candidatos sean regidos por principios democráticos en condiciones que garanticen a todos los aspirantes la igualdad de circunstancias. El magistrado fijó su postura con el argumento de que lo que debía buscarse era "la armonización de derechos fundamentales, tales como participar en una contienda para un cargo de elección popular en condiciones de igualdad".
Al desestimar ésos y otros argumentos, el tribunal abrió la puerta hacia un pantanoso escenario donde la ley se contrapone a los principios éticos que en todo caso debía regir la convivencia democrática. Es grave. Sin embargo, el infantilismo democrático es una enfermedad que no respeta a ninguno de los actores de nuestra vida pública. A ciertos políticos de primera fila los hace pensar como abogados y a muchos juristas encumbrados los alienta a actuar como políticos. Todos quieren ser más democráticos que los demás: parapetados en el peso de las formulaciones abstractas y los principios generales, ellos son los puros. Pero en el camino se tropiezan con los tercos intereses.
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