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México D.F. Lunes 20 de septiembre de 2004 |
Memoria y olvido
Los
sismos del 19 y 20 de septiembre de 1985 dejaron heridas trágicas
en decenas de miles de colectividades e individuos que perdieron, en esa
ocasión, seres queridos, vivienda, integridad física, sitio
de trabajo o pertenencias. Hasta la fecha hay familias que no han logrado
solucionar carencias de vivienda causadas por el terremoto y que no han
sido atendidas, más allá de cualquier entendimiento, por
las autoridades. Decenas de edificios afectados irremediablemente en sus
estructuras hace 19 años, algunos aún habitados, se mantienen
milagrosa y peligrosamente en pie.
La tragedia también dejó saldos de impunidad
que no deben ser olvidados: los destrozos causados por el movimiento telúrico
dejaron a la vista evidencias de incumplimiento de las normas de construcción,
estafas inmobiliarias y corrupción en oficinas públicas,
pero nadie fue sancionado, ni siquiera investigado. Con los derrumbes en
la zona de San Antonio Abad salieron a la luz historias de explotación
infame y condiciones laborales inhumanas en algunas de las fábricas
de ropa que se asentaban allí; el sismo también puso al descubierto,
en las oficinas de la Procuraduría General de Justicia del Distrito
Federal, a la sazón encabezada por Victoria Adato, cadáveres
almacenados en cajuelas de automóvil, hechos que tampoco fueron
esclarecidos por el gobierno en aquel entonces.
Pero la catástrofe generó, por otra parte,
consecuencias positivas. La más evidente fue que los capitalinos
de todas las clases sociales, de todas las tendencias y de todos los credos
tomaron conciencia súbitamente de que el gobierno federal y su regencia
carecían de voluntad y de capacidad para responder a la tragedia
de forma organizada y coherente. En esos días amargos los defeños
pudieron darse cuenta de que las dependencias oficiales ser-vían
para subirles los impuestos, conculcarles sus derechos políticos
y tomar decisiones torpes e ineptas en materia económica, pero no
para conducir los esfuerzos de rescate y auxilio ni para dar protección
y alivio a los afectados.
La reacción social y popular fue una organización
autónoma y espontánea, generosa y eficiente, en la que la
ciudadanía se atendió a sí misma, curó sin
ayuda de nadie a sus heridos y desenterró a sus muertos con instrumentos
caseros y fuerza humana. Fue apenas en 1997 cuando el PRI perdió
formalmente el control de la capital de la República, pero sólo
porque ese año se permitió a los habitantes de la urbe elegir
libremente a sus autoridades. En realidad los capitalinos dieron la espalda
al viejo partido oficial, con toda la razón del mundo, 12 años
antes.
Las organizaciones independientes surgidas en los días
y semanas posteriores a la tragedia representaron un hito en el desarrollo
de la sociedad civil y constituyeron un salto cualitativo en el difícil
proceso democratizador en que crecientes sectores de la población
se habían empeñado a partir de 1968.
Es lamentable que en el actual ambiente político
de alternancia y régimen de partidos, a cuyo establecimiento contribuyó
la sociedad de la capital hace 19 años, imperen los usos facciosos
de las instituciones públicas, las tentaciones autoritarias de suprimir
a los adversarios y la frivolidad de jugar en forma pendenciera con el
poder público.
En el empecinamiento de acosar a las autoridades de la
ciudad se hace lo mismo, sin ninguna justificación, a los citadinos.
Un mínimo sentido republicano evidenciaría a los gobernantes
actuales -federales y locales- la perentoria obligación de saldar
los problemas irresueltos de vivienda y seguridad pública que permanecen
desde 1985, perfeccionar los mecanismos de protección civil -nunca
podrá decirse que el gasto en ese rubro sea excesivo- y ejercer
los mandatos populares con institucionalidad, decoro y sensibilidad.
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