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México D.F. Viernes 3 de septiembre de 2004
Horacio Labastida
Domingo del pueblo, San Lázaro, Nueva York
La era democrática de Pericles es designada Edad de Oro de Atenas, pero esta añosa visión clásica y su bochornosa esclavitud, han sido remodeladas en términos que reflejan la idea de democracia esculpida sobre todo en los finales del siglo XVIII, precisamente durante las primeras conmociones de la revolución industrial y el surgimiento creativo y entonces revolucionario de las clases capitalistas. Para éstas fue existencial cambiar el antiguo régimen aristocrático, agrícola y comercial por el nuevo régimen fabril y decapitador de reyes tontos e inteligentes, según ocurrió con Luis XVI, en 1793, tiempos de la Primera República Francesa.
La cuestión era vital porque la aristocracia suponía que el origen del poder público del monarca era gracia divina, y esto dio carácter absoluto al gobierno real, pues la palabra del rey era la voz de Dios. ƑCómo echar abajo semejante teología política, trazada cuidadosamente durante siglos? Los ilustrados franceses y Voltaire de manera peculiar pusieron en crisis las doctrinas religiosas, y acunados en este movimiento y en las herencias de la Inglaterra de mediados del siglo XVII. Locke (1632-1704) y su Segundo tratado del gobierno, en el que habla del contrato social y de la soberanía o derecho del pueblo a deponer al gobernante si viola la voluntad popular, Juan Jacobo Rouseeau (1712-78) y los teóricos políticos que lo seguían, recogiendo la tradición pericleana, afirmaron sólidamente que el poder del Estado y del aparato gubernamental derivaba del dueño exclusivo de la soberanía: el pueblo, y de ningún otro factor, echando abajo así la mencionada teología política de la aristocracia absolutista.
El corolario de tal proclamación fue el reconocimiento de que gobierno democrático es el que refleja la voluntad del pueblo y trata de ejercer sus funciones para satisfacer las demandas públicas; y esta satisfacción de las necesidades colectivas es lo que se entiende como bien común en el marco de la democracia. La idea moderna del bien común nada tiene que ver con la agustiniana del remoto pasado. Agustín pensó en una Ciudad de Dios y en la Ciudad del Hombre, y predicó que el bien común era la realización en la Ciudad del Hombre de los valores de la Ciudad de Dios, tesis aprovechada durante la Edad Media, el Renacimiento y buena parte de la Edad Moderna para hacer del rey instrumento del bien común en términos agustinianos. La democracia suprimió la metafísica e hizo al pueblo y su soberanía fuente del poder político y del compromiso de quienes lo ejercen, de acatar los deseos colectivos en la decisión gubernamental.
Desafortunadamente los proyectos imbíbitos en la democracia propuesta por los convencionistas de Filadelfía y su Constitución de 1787, y por los revolucionarios franceses de La Bastilla y la Constitución de 1793, se vieron perturbados por los intereses mismos que echaron andar la democracia moderna. La burguesía, que en el siglo XVII tomó el poder en Inglaterra, y el capitalismo que triunfó en América y Francia en las postrimerías del siglo XVIII, constructores de la democracia, obviamente la edificaron para usarla en favor de sus planes esenciales. ƑCuáles eran? Igual el mercantilismo que se extendió en el Renacimiento que el industrialismo de la modernidad, los dos están operados por una ley sine que non: la ganancia fundamentada en la acumulación de capital. El capital se invierte para obtener una ganancia, o sea, un plusvalor sobre el valor invertido, y este plusvalor o ganancia se reparte en gastos familiares del capitalista y en reinversión y más ganancia, lo que hace de la plusvalía sustancia del mismo capitalismo, que no podría existir sin obtenerla y disfrutarla. El silogismo cae por su propio peso. Las clases burguesas o capitalistas construyeron la democracia para asegurar su plusvalía, la ganancia, o sea, el crecimiento y desarrollo del capitalismo. Se trata de un asunto existencial: sin plusvalía o ganancia el capitalismo desaparece. Esto hace que el poder del capital, sutilmente convertido en poder político por la vía del supuesto Estado democrático, defienda a toda costa la propiedad privada en que se cimentan sus frutos, y luche sin piedad contra las enormes masas populares que exigen equidad en el reparto de la riqueza socialmente generada, sin excepción, y no sólo por las elites que hoy gozan de riqueza abundante y de estatus político indisputable. Sin embargo, desde principios del siglo pasado el socialismo puesto en marcha por Lenin en Rusia y otras corrientes que responden a las demandas de los pueblos, traicionados por minorías opulentas y mandantes, se vuelven más exigentes y conscientes de sus derechos, proponiendo frente a la democracia falaz del capitalismo la democracia verdadera de los ciudadanos; y ésta es nada menos que la intensa contradicción que vivimos en el México contemporáneo.
Los últimos tres lustros registran máxima decadencia del nacionalismo económico y político, y máxima dependencia del capitalismo trasnacional estadunidense, caracterizada por una creciente sujeción del poder político propio al Tío Sam. Si el panorama actual es claro, resulta explicable lo que sucede en estos días. Mientras con espontaneidad el pueblo mexicano se arrojó a la calle el pasado domingo y aplaudió a López Obrador, porque siente que como gobernante procura acatar la voluntad general, escenificándose así un ejemplo de democracia verdadera; otra cosa sucede en dos acontecimientos actuales. Para rendir el informe que impone la Constitución al Ejecutivo, el presidente Vicente Fox tiene que guardarse en un búnker -en San Lázaro-, rodeado de cientos de militares, policías, paramilitares y espías disfrazados para evitar que el pueblo se acercara al Congreso y dijera lo que piensa y siente de la actual administración. Y lo mismo vimos en Nueva York, donde el Partido Republicano y su candidato Bush a la presidencia se guardaron en otro búnker rodeado por milicias y paramilicias, que impidieron al pueblo la comunicación directa con Bush. Es obvio que los mencionados búnkeres simbolizan la democracia falsa, empeñada en hacer creer a la gente que es la que gobierna, según frase del poeta James Lowell.
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