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México D.F. Domingo 22 de agosto de 2004
Jorge Semprún
El largo viaje
Este hacinamiento de cuerpos en el vagón, este
punzante dolor en la rodilla derecha. Días, noches. Hago un esfuerzo
e intento contar los días, contar las noches. Tal vez esto me ayude
a ver claro. Cuatro días, cinco noches. Pero habré contado
mal, o es que hay días que se han convertido en noches. Me sobran
noches; noches de saldo. Una mañana, claro está, fue una
mañana cuando comenzó este viaje. Aquel día entero.
Después, una noche. Levanto el dedo pulgar en la penumbra del vagón.
Mi pulgar por aquella noche. Otra jornada después. Aún seguíamos
en Francia y el tren apenas se movió. En ocasiones, oíamos
las voces de los ferroviarios, por encima del ruido de botas de los centinelas.
Olvídate de aquel día, fue una desesperación. Otra
noche. Yergo en la penumbra un segundo dedo. Tercer día. Otra noche.
Tres dedos de mi mano izquierda. Y el día en que estamos. Cuatro
días, pues, y tres noches. Avanzamos hacia la cuarta noche, el quinto
día. Hacia la quinta noche, el sexto día. Pero ¿avanzamos
nosotros? Estamos inmóviles, hacinados unos encima de otros, la
noche es quien avanza, la cuarta noche, hacia nuestros inmóviles
cadáveres futuros. Me asalta una risotada: va a ser la Noche de
los Búlgaros, de verdad.
-No te canses -dice el chico.
En el torbellino de la subida, en Compiègne, bajo
los golpes y los gritos, cayó a mi lado. Parece no haber hecho otra
cosa en su vida, viajar con otros 119 tipos en un vagón de mercancías
cerrado con candados. ''La ventana'', dijo escuetamente. En tres zancadas
y otros tantos codazos, nos abrió paso hasta una de las ventanillas
de ventilación, atrancada con alambre de espino. ''Respirar es lo
más importante, ¿entiendes?, poder espirar''.
-¿De qué te sirve reír? -dice el
chico-. Piensa en las noches pasadas.
-Eres la voz de la razón.
-Vete a la mierda -me responde.
Llevamos cuatro días y tres noches encajados el
uno en el otro, su codo en mis costillas, mi codo en su estómago.
Para que pueda colocar sus dos pies en el suelo del vagón tengo
que sostenerme sobre una sola pierna. Para que yo pueda hacer lo mismo
y sentir relajados los músculos de las pantorrillas, también
él se mantiene sobre una pierna. Así ganamos algunos centímetros,
y descansamos por turno.
A nuestro alrededor, todo es penumbra, con respiraciones
jadeantes y empujones repentinos, enloquecidos, cuando algún tipo
se derrumba. Cuando nos contaron 120 ante el vagón, tuve un escalofrío,
intentando imaginar lo que podía resultar. Es todavía peor.
Cierro los ojos, los vuelvo a abrir. No es un sueño.
-¿Ves bien? -le pregunto.
-Sí, ¿y qué? -dice-, es el campo.
Es el campo, en efecto. El tren rueda lentamente sobre
una colina. Hay nieve, abetos altos, serenas humaredas en el cielo gris.
Mira un momento.
-Es el valle del Mosela.
-¿Cómo puedes saberlo? -le pregunto.
Me mira, pensativo, y se encoge de hombros.
-¿Por dónde quieres que pasemos?
Tiene razón el chico, ¿por dónde
quiere usted pasar, y para ir Dios sabe dónde? Cierro los ojos y
algo canturrea suavemente en mí: valle del Mosela. Estaba perdido
en la penumbra cuando he aquí que el mundo se vuelve a organizar
en torno a mí, en esta tarde de invierno que decae. El valle del
Mosela, esto existe, debe de encontrarse en los mapas, en los atlas. En
el liceo Henri IV armábamos jaleo al profesor de geografía,
seguro que de allí no guardo recuerdo alguno del Mosela. En todo
aquel año no creo haber aprendido una sola lección de geografía.
Bouchez me tenía una rabia mortal. ¿Cómo era posible
que el primero en filosofía no se interesara por la geografía?
No había relación alguna, claro está. Pero me tenía
una rabia mortal. Sobre todo desde aquella historia de los ferrocarriles
de Europa central. Me tocó el gordo, y hasta le solté los
nombres de los trenes. Me acuerdo del Harmonica Zug, le puse entre otros
el Harmonica Zug. ''Buen trabajo -anotó-, pero apoyado en exceso
en recuerdos personales''. Entonces, en plena clase, cuando nos devolvió
los ejercicios, le advertí que no tenía ningún recuerdo
personal de Europa central. No conozco la Europa central. Simplemente,
lo saqué del diario de viaje de Barnabooth. ¿No conoce usted
a A.O. Barnabooth, señor Bouchez? En verdad, nunca he sabido si
Bouchez conocía o no a A.O. Barnabooth. Estalló y por poco
me forman consejo de disciplina.
Pero he aquí el valle del Mosela. Cierro los ojos
y saboreo esta oscuridad que me invade, esta certeza del valle del Mosela,
fuera, bajo la nieve. Esta certeza deslumbrante de matices grises, los
altos abetos, los pueblos rozagantes, las serenas humaredas bajo el cielo
invernal. Procuro mantener los ojos cerrados el mayor tiempo posible. El
tren rueda despacio, con un monótono ruido de ejes. De repente,
silba. Ha debido de desgarrar el paisaje de invierno, como ha desgarrado
mi corazón. De prisa, abro los ojos, para sorprender el paisaje,
para pillarlo desprevenido. Ahí está.
Está, simplemente, no tiene otra cosa que hacer.
Podría morirme ahora, de pie en el vagón atestado de futuros
cadáveres, él seguiría ahí. El valle del Mosela
estaría ahí, ante mi mirada muerta, suntuosamente hermoso
como un Breughel de invierno. Podríamos morir todos, yo mismo y
de este chico de Semur-en-Auxois, y también el viejo que aullaba
hace un rato sin parar, sus vecinos han debido de derribarle, Ya no se
le oye, él seguiría ahí, ante nuestras miradas muertas.
Cierro los ojos, los abro. Mi vida no es más que este parpadeo que
me descubre el valle del Mosela. Mi vida se me ha escapado, se cierne sobre
este valle de invierno, es este valle dulce y tibio en el frío del
invierno.
-¿A qué juegas? -dice el chico de Semur.
Me mira atentamente, intenta comprender-. ¿Te encuentras mal? -me
pregunta.
-En absoluto -le digo-. ¿Por qué?
-Entornas los párpados como una señorita
-afirma.
¡Vaya cine!
Le dejo hablar, no quiero distraerme.
El tren tuerce por el terraplén de la vía,
en la ladera de la colina. El valle se despliega. No quiero que me distraigan
de esta tranquila alegría. El Mosela, sus ribazos, sus viñedos
bajo la nieve, sus pueblos de viñadores bajo la nieve me entran
por los ojos. Hay cosas, seres y objetos de los que se dice que te salen
por las ventanas de la nariz. Es una expresión francesa que siempre
me ha hecho gracia. Son los objetos que os estorban, los seres que os agobian,
que se arrojan, metafóricamente, por las ventanas de la nariz. Vuelven
a su existencia fuera de mí, arrojados de mí, trivializados,
degradados por este rechazo. Las ventanas de mi nariz se vuelven la válvula
de escape de un orgullo desaforado, los símbolos propios de una
conciencia que se imagina soberana. ¿Esta mujer, este amigo, esta
música? Se acabó, no se hable más, por las ventanas
de la nariz. Pero el Mosela es todo lo contrario. El Mosela me entra por
los ojos, me inunda la mirada, empapa mi alma con sus aguas lentas como
si fuera una esponja. Ya no soy más que este Mosela que invade mi
ser por los ojos. No se me debe distraer de esta alegría salvaje.
Imagen que ilustra la portada del libro
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