Las ideas de Patria y Nación
en la Revolución de 1910-1917

*Enrique Florescano*


1a. del tren  

 
La ola nacionalista que toma altura en el Porfiriato se derramó por diversos resquicios y se prolongó hasta los primeros combates entre los grupos revolucionarios. Diversas ramas de las artes, entre ellas la literatura, la música, la pintura y el cine, se tiñeron de rasgos mexicanistas que brotaron aquí y allá, en erupciones aisladas, independientes una de la otra, impulsadas por la común matriz nacionalista que compartían las clases medias formadas bajo el desarrollo porfirista.

François-Xavier Guerra explica que se trata de una política que uniforma el sistema de enseñanza al convertir la educación en una tarea prioritaria del Estado y dotarla de contenidos homogéneos, transmitidos por los instructores y profesores formados para ese fin. Esta política educativa fue la bandera que levantó Justo Sierra, quien anheló hacer de la escuela "el embrión de la nación [...], el gran laboratorio del patriotismo y de las virtudes cívicas".

Como se ha visto, el ideal de los liberales que impulsaron la reforma educativa era transformar a los individuos en patriotas, sirviéndose de la escuela como instrumento modelador. La escuela, los profesores y la ideología liberal son entonces los creadores de los imaginarios nacionales que aparecen hacia fines del siglo XIX y comienzos del siguiente.

Los brotes nacionalistas de fines del porfiriato

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FIGURA 1. El tríptico de Saturnino Herrán, "La leyenda de los Volcanes".
 
La década de 1900 a 1910 está marcada por la continuidad de los procesos nacionalistas iniciados en el porfiriato. Las floraciones nacionalistas que en esos años se observan en la música, la pintura y la literatura, antes que motivadas por fermentos revolucionarios, son una continuación de los brotes nacidos en la segunda mitad del siglo XIX. En música, Manuel M. Ponce convierte el gusto antiguo por las canciones populares en sensibilidad nacional. Entre 1905 y 1907 viaja por Europa y al regreso le imprime a su obra un sello que cambia los contenidos de la música vernácula. El 13 de diciembre de 1913 dicta una conferencia donde repasa la trayectoria de la canción y propone una fusión entre las melodías populares y la música culta. En 1916 da a conocer un programa musical dedicado a la "formación del alma nacional", que ese mismo año comienza a ser realidad gracias a su nombramiento como director de la Orquesta Sinfónica Nacional. Confiesa entonces:

"Mis canciones han sido inspiradas verdaderamente en las fuentes populares. Aquellas estilizaciones mías tuvieron su origen en las ferias de la época, en los cantos del pueblo que se escuchan en los "gallos" y en las partidas de juegos de las fiestas de pueblecitos y de ranchos. Esos mismos cantos, trasladados al papel, me sirvieron para realizar armonizaciones especiales para producir mis canciones. Con esos temas hice mis Rapsodias mexicanas y mi Balada mexicana."

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FIGURA 2. Alegoría de la Patria de Posada, 1887. En este grabado la Patria saluda al periódico del mismo nombre que comenzó a circular ese año.
 
En pintura, la trayectoria de Saturnino Herrán (1887-1918) traza un itinerario semejante. Herrán se forma bajo la influencia de la pintura modernista europea y su obra termina marcada por acentos nacionalistas singulares. En 1910 acude al tema de los volcanes, que ya José María Velasco había convertido en un icono del paisaje nacional, para pintar la historia de un amor desafortunado entre un indígena y una mujer blanca, quien en la pintura se transfigura en la montaña Ixtaccihuatl (Fig. 1). Más tarde pinta cuadros memorables de mujeres criollas, que combina con el retrato de hombres y dioses criollos. Según Fausto Ramírez en la "obra de Herrán el asunto 'nacional' ya no es una simple ilustración superficial de alguna anécdota pintoresca", sino " la exteriorización de una auténtica preocupación" de lo que "para él constituía [...]el mestizaje de nuestro ser físico y cultural [...]. De ahí su constante observación y recreación de lo indígena y de lo hispánico, su 'criollismo', en el sentido que daba a esta palabra Ramón López Velarde por aquellos años".

Un artista excepcional, José Guadalupe Posada (1852-1913), abrevó en la fascinación por los personajes populares iniciada en el virreinato y su genio tuvo la virtud de hacerlos figuras sustantivas, imprescindibles en el escenario nacional. Con una creatividad bíblica, del humilde taller del grabador brotaron ilustraciones de episodios cotidianos o inauditos, ocurridos en los más diversos ámbitos del quehacer humano. Entre esos episodios sobresale la representación de la vida popular, un tema que le absorbe y en el que vacía las efusiones de su ingenio. Sus grabados se vuelven la crónica de los acontecimientos más diversos, así de los trágicos y festivos como de los dramas de la vida familiar o los efectos producidos por la modernización. Su obra múltiple continúa la tradición de la caricatura política y la conmemoración de los episodios nacionales, recordados a través de escenas heroicas o nostálgicas (Figs. 2, 3 y 4). En ese escenario hacen su aparición las hazañas de bandidos, las sagas pintadas y cantadas en forma de corridos, y las expresiones del sentimiento religioso popular, con su cauda de santos, devociones y fiestas ritmadas por el calendario: posadas, nochebuena, año nuevo, San Juan, Semana Santa, día de Judas, día de muertos, ceremonia esta última que celebra con sus inolvidables calaveras.

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FIGURA 3. Alegoría de la Patria y la Constitución. Grabado de José Guadalupe Posada.

 


 
Los retratos costumbristas y las escenas populares son una tradición antigua, que se remonta a la época colonial. Posada abrevó en esa tradición, así como en el grabado y la literatura popular de origen europeo, y los insertó en su obra, con tal fuerza, que numerosos críticos consideraron esas producciones el parto de un creador solitario y original. Pero la novedad de la obra de Posada no está tanto en sus temas como en el uso masivo de la técnica del grabado, reproducida en cientos de hojas sueltas, o impresa en periódicos, estampas y calendarios, los medios que en esta época vinieron a ser los difusores populares de la imagen.

El criollismo y el patriotismo que emanan de los escritos de López Velarde tienen un origen peculiar y están marcados por un tono que contrasta con las voces nacionalistas que surgieron en la década de 1920, y que más tarde conformarían el llamado "nacionalismo mexicano". La patria de López Velarde es la antítesis del nacionalismo epopéyico construido por el porfirismo. Así lo declara en el primer párrafo de Novedad de la patria: "El descanso material del país, en treinta años de paz, coadyuvó a la idea de una patria pomposa, multimillonaria, honorable en el presente y epopéyica en el pasado". En contraposición a esa imagen, la patria de López Velarde es íntima, "hecha para la vida de cada uno, individual, sensual, resignada, llena de gestos, inmune a la afrenta [...]. Casi la confundimos con la tierra". Es una patria forjada por una química biológica y cultural: "Castellana y morisca, rayada de azteca, una vez que raspamos de su cuerpo las pinturas de olla de silicato, ofrece [...] el café con leche de su piel".

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FIGURA 4. La Patria celebra la inauguración del ferrocarril de Colima, en un grabado de José Guadalupe Posada.
 
Contra la patria artificiosa y uniformadora que asoma en los discursos de los políticos, López Velarde prefiere la morosa patria provinciana, siempre humilde y hasta apocada, pero que él siente auténtica y en la cual columbra virtudes esenciales. La patria de López Velarde tampoco tiene alma indígena. Su fisonomía, como ya lo había afirmado en otros escritos, es mestiza: "No somos ni hispanos ni aborígenes [...]. En consecuencia los vagidos populares del arte, y aun el arte formal, cuando se anima de una pretensión nacionalista, deben contener no lo cobrizo ni lo rubio, sino este café con leche que no tiñe."

Manuel Gómez Morin, el joven abogado que más tarde habría de fundar el Banco de México y el Partido Acción Nacional, recordaba hacia 1915 que en esos años "Herrán pintaba a México" y Ramón López Velarde "cantaba un México que todos ignorábamos viviendo en él". Los jóvenes de ese tiempo descubrieron un México íntimo. En 1915 Carlos González Peña, uno de los fundadores del Ateneo de la Juventud (1909), publicó un diálogo con Saturnino Herrán que describe el sentimiento nacionalista que embargaba a esa generación:

"Razón le sobra a usted para decirme que para crear la pintura nacional, hay que hacer algo exclusivamente nuestro; observar lo de aquí, sentirlo -yo nunca he entendido por qué los mexicanos van a pintar cocotas a París, aldeanas a Bretaña, canales dormidos a Brujas o desoladas llanuras a la Mancha... Ƒno han despuntado ya Manuel M. Ponce, armonizando las canciones que de niños usted y yo y los payos todos nos hartábamos de oír de boca de los ciegos que mendigaban tocando el arpa o en las criadas que solían plañirlos al oscurecer...? Ir a lo nuestro, observándolo... šHe aquí la salvación!"

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FIGURA 5. Los ejércitos campesinos de la revolución.

 
La corriente cultural mejor estudiada de esta época es la constituida por el grupo del Ateneo de la Juventud, fundado en 1909 como una sociedad de conferencias por los escritores Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Martín Luis Guzmán, Julio Torri, Enrique González Martínez y José Vasconcelos; el filósofo Antonio Caso; los arquitectos Jesús T. Acevedo y Federico Mariscal; los pintores Diego Rivera y Roberto Montenegro ; y los músicos Manuel M. Ponce y Julián Carrillo. Era, como se advierte, un grupo heterogéneo, animado por propósitos diversos. Enrique Krauze observa que "la única empresa común que el Ateneo intentó en sus años de vida fue la creación de otra institución: la Universidad Popular Mexicana, fundada en septiembre de 1912". Era ésta, sin embargo, una empresa que revelaba el impulso de los intelectuales de vincularse con el pueblo, con el sector más desprotegido de la sociedad.

El destructor de los ideales de este grupo no fueron sus diferencias internas, sino la explosión de las demandas populares y los pleitos irrefrenables entre las facciones revolucionarias. A fines de 1913, cuando esas pugnas se incrementaron, Antonio Caso le confió a Alfonso Reyes, refugiado en Francia, la desazón que lo embargaba:

"Nuestro grupo se ha disuelto: usted en París, Martín [Luis Guzmán] en la revolución, [Alberto] Pani en la revolución, Vasconcelos en la revolución, Pedro [Henríquez Ureña] en vísperas de marchar a Londres, [Jesús T.] Acevedo y Julio Torri dirigiendo la administración postal, yo solo, completamente solo. Hube de vender mi biblioteca [...] para poder comer [...] vivimos en un desquiciamiento infernal [...] los estudios superiores... nada tiene que ver con un país en el que la barbarie cunde como quizá nunca ha cundido en nuestra historia."

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FIGURA 6. Soldados y civiles en la Revolución.
 
La barbarie que horrorizaba a Caso fue la que hizo estallar el antiguo edificio político y abrió el camino a una revolución social sin precedentes, de la que brotaron nuevos proyectos políticos, utopías sociales, símbolos culturales e identidades. Es verdad que la revolución no crea ni la idea de nación ni el sentimiento de nacionalidad, que son proyectos que nacen con la inauguración de la república y se persiguen, como se ha visto en las páginas anteriores, a lo largo del siglo XIX. Pero en la década de 1910-1920 la remoción social que acompaña a la agitación política configura las líneas de fuerza de lo que más tarde se llamará nacionalismo mexicano.

La explosión popular, campesina y regional

La revolución de 1910 explotó lejos de lo que hasta entonces había sido el centro de la vida nacional, la capital de la república. La revolución de 1910 siguió los cauces territoriales trazados antes por su antecesora de 1810: sus fuegos iniciales estallaron en el interior, invadieron luego casi todo el territorio y suscitaron incendios aparatosos y continuos en la capital. La rebelión de 1910 fue empujada por una vasta masa popular y algunos de sus líderes emergieron del mismo suelo que nutrió a los ejércitos revolucionarios. En octubre de 1910, desde San Antonio, Texas, Francisco I. Madero, un miembro de las grandes familias de hacendados de Coahuila, lanzó su "Plan de San Luis", un manifiesto que desconocía las elecciones fraudulentas que habían renovado una vez más el mandato de Porfirio Díaz y convocaba a una insurrección nacional el 20 de noviembre. El "plan" abortó, pero en enero de 1911 unos cabecillas desconocidos, al mando de pequeñas partidas de guerrilleros, se insurreccionaron en las montañas de Chihuahua alzando las banderas de Madero. Pascual Orozco, un arriero recio y taciturno, y Francisco Villa, conocido entonces como bandido, abigeo y prófugo de la ley, encabezaron esas partidas de primitivos revolucionarios. Para sorpresa de todos, Orozco y Villa, desobedeciendo órdenes de Madero, tomaron Ciudad Juárez el 10 de mayo e inauguraron la época de las batallas triunfadoras de la revolución. Por esa fecha el contingente rebelde de Chihuahua sumaba más de 25 000 hombres pertrechados con las armas más diversas imaginables.

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FIGURA 7. Soldados y civiles montados en el tren, el vehículo de la Revolución.

 
En el sur indígena, en el estado de Morelos, cuyas tierras habían sido invadidas por los propietarios de las haciendas azucareras que vivían un auge que estimulaba su expansión, Emiliano Zapata, alentado por el movimiento maderista, exigió la devolución de las tierras arrebatadas por las haciendas. En noviembre de 1910 comenzó a derribar los cercados levantados por las haciendas, distribuyó la tierra en lotes a los campesinos y apoyó esos repartos con decenas de hombres armados. El 7 de febrero de 1911 Gabriel Tepepa, otro campesino, se rebeló en Tlaquiltenango, en la misma región morelense, y con las pocas fuerzas que se le sumaron tomó Tepoztlán. El 10 de marzo, Zapata, Tepepa, Pablo Torres Burgos (el líder campesino de esta región que había establecido contacto directo con Madero), y Rafael Merino, unieron sus fuerzas y en un acto de arrojo desarmaron la policía del pueblo de Villa de Ayala y en la plaza mayor de ese lugar, ante las miradas atónitas de los vecinos, leyeron el Plan de San Luis Potosí. El profesor Otilio Montaño, quien había venido del pueblo de Yautepec, cambió los lemas del Plan de San Luis, "Sufragio efectivo. No reelección", por el de "šAbajo las haciendas y viva pueblos!" De esta manera comenzó la revolución maderista en el estado de Morelos, apuntalada por la reivindicación de la tierra, la exigencia más honda de los campesinos de esa región, que más tarde quedaría plasmada en el Plan de Ayala, el credo zapatista en materia agraria.

En contraste con la insurrección zapatista, cuyo núcleo lo componían campesinos tradicionales adheridos a sus pueblos y a la tierra por lazos comunitarios, los rebeldes de Chihuahua pertenecían a todos los sectores sociales con excepción de los hacendados, e incluían tanto a los grupos rurales como a los urbanos. En el campo, los antiguos colonos militares de la frontera apache y los habitantes de los pueblos se levantaron contra las haciendas que les usurparon sus derechos de pastura y les confiscaron sus ganados. A ellos se unieron los mineros, afectados por la crisis de 1907-1908 que cerró sus fuentes de trabajo, y el "heterogéneo conglomerado al que podemos llamar clases medias, muy dividido y compuesto por grupos muy diversos: pequeños rancheros y tenderos, pequeños empresarios, notables locales de pueblos y ciudades". Todos estos sectores repudiaron el régimen de Díaz, quien había entregado el poder a la oligarquía encabezada por la familia de Luis Terrazas y Enrique Creel.

ima-f8 FIGURA 8. Los ejércitos de la Revolución.
 
La revolución de 1910 comenzó como insurrección rural y ese fue su signo distintivo. La explosión rural que cimbró el antiguo orden en los estados de Chihuahua y Morelos se propagó al resto del territorio mediante levantamientos populares impulsados por reivindicaciones locales. Los recientes estudios regionales informan de un malestar campesino en las principales zonas agrícolas, tanto en los fértiles territorios norteños como al pie de los ejes montañosos de oriente y occidente, en los valles centrales, en las tierras tropicales del sur y en la Península de Yucatán.

El segundo rasgo que distingue a la revolución de 1910 es la fuerza de su torrente, el empuje incontenible del oleaje que arrastró consigo a individuos, grupos, clases y comunidades pertenecientes a todos los sectores del espectro social, confundiéndolos y enfrentándolos por primera vez en la revoltura revolucionaria. Así como la explosión rebelde mezcló en las regiones a campesinos con rancheros (Figs. 5 y 6), mineros y trabajadores urbanos (Figs. 7 y 8), y a éstos con profesores, licenciados, periodistas, militares, médicos, ingenieros, pequeños comerciantes, funcionarios y políticos de todos los niveles (Figs. 9, 10 y 11), las grandes batallas de Francisco Villa, Alvaro Obregón o Venustiano Carranza arrastraron contingentes inverosímiles, integrados por la humanidad más diversa y contrastada. Entre 1910 y 1917 esos sectores heterogéneos, hasta entonces distanciados entre sí por barreras insuperables, entraron en contacto y forjaron solidaridades, alianzas y odios entre una batalla y la siguiente, e hicieron de la guerra y los trenes militares que los transportaban de un sitio a otro, del vivac cotidiano, de las borracheras que alternativamente celebraban el triunfo o la derrota, del trajín del campamento y del tumulto de la batalla, espacios de sociabilidad. Las estrategias y el ritmo de la guerra se convirtieron en el principal agente de la movilidad social y del reconocimiento del otro.

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FIGURA 9. Revolucionario.

 
En el espacio cruzado de expectativas inéditas creado por la turbulencia armada se forjó la cultura levantisca de los revolucionarios: el ascenso violento de bandido a guerrillero, de guerrillero a capitán y general de ejércitos populares, a estratega y movilizador de complejas máquinas de guerra, a negociador de abastos y alianzas con comerciantes, banqueros, empresas y agentes locales y extranjeros. Forja de nuevos hombres, ejércitos y pactos, la etapa violenta de la revolución fue asimismo el disparador de desacatos protagonizados por mujeres, artistas y grupos sociales tradicionalmente sometidos a los códigos establecidos por los sectores dominantes.

La cultura de la violencia crea sus propios canales de comunicación, eminentemente populares. Así, antes que los nombres de Pascual Orozco, Pancho Villa y Emiliano Zapata adquirieran dimensiones mitológicas, sus hazañas se transmitieron de la boca al oído por los porosos conductos de la cultura popular, por los canales inventados por el pueblo para acercarse a ellos y convertirlos en representantes reales o imaginados de sus pulsiones más profundas. Asimismo, antes de que el corrido se transformara en folclore de la revolución, fue cantar de gesta de los ejércitos y pequeñas bandas de insurrectos, acompañante solidario de vivaques, himno reparador y animador de batallas, canción celebratoria de victorias. La fuerza violenta que emerge de las profundidades de la insurrección y los personajes que la encarnan hacen su aparición en Los fracasados (1908), Mala yerba (1909), Los de abajo (1910) y Andrés Pérez Maderista (1911), novelas de Mariano Azuela que tradujeron a un público letrado las transformaciones catapultadas por la fuerza de las armas.

Y no puede olvidarse que entre la insurrección maderista y 1917 el periodismo gráfico, la fotografía y el cinematógrafo hicieron de los sucesos revolucionarios el centro de su atención y les dieron una difusión inusitada dentro y fuera de México. Mucho antes de que el álbum fotográfico de Agustín y Gustavo Casasola se convirtiera en el repertorio gráfico por antonomasia de la revolución (Fig. 12), las fotografías del día recogieron las batallas, los personajes y los avatares revolucionarios, grabaron con fuerza esas imágenes en cientos de miles de personas, y las fotografías pasaron a ser parte del ceremonial memorioso del pueblo: retablos caseros, reliquias personales conservadas con celo, imágenes sagradas que obraban el milagro de revivir permanentemente acontecimientos y personajes admirados.

ima-f10 FIGURA 10. Revolucionario.
 
Otro creador de imágenes inolvidables fue el cinematógrafo. Los estudios sobre el cine mexicano muestran la influencia decisiva de este medio como difusor de la revolución y promotor de propuestas nacionalistas. En la década de 1910-1920 el reportaje pintoresco fue desplazado por los documentales que grabaron las imágenes del Viaje triunfal del jefe de la revolución don Francisco I. Madero (1911), Insurrección en México (1911), Asalto y toma de ciudad Juárez (1911), La revolución orozquista (1912), La revolución en Veracruz (1912), La invasión norteamericana (1914), La revolución zapatista (1914), o las tomas de Ojinaga, Gómez Palacio y Torreón por las tropas de Francisco Villa.

1915 fue el núcleo condensador de los diversos flujos que iban conformando la nueva realidad y los imaginarios que se esforzaron en expresarla. Manuel Gómez Morín lo dejó asentado en una página:

"Y en el año de 1915, cuando más seguro parecía el fracaso revolucionario, cuando con mayor estrépito se manifestaban los más penosos y ocultos defectos mexicanos y los hombres de la Revolución vacilaban y perdían la fe, cuando la lucha perecía estar inspirada nomás por bajos apetitos personales, empezó a señalarse una nueva orientación.

"El problema agrario, tan hondo y tan propio, surgió entonces con su programa mínimo definido ya, para ser el tema central de la Revolución. El problema obrero fue formalmente inscrito, también en la bandera revolucionaria. Nació el propósito de reivindicar todo lo que pudiera pertenecernos: el petróleo y la canción, la nacionalidad y las ruinas [...]

"Y con optimista estupor nos dimos cuenta de insospechadas verdades. Existía México como país con capacidades, con aspiraciones, con vida, con problemas propios [...] Y los indios y los mestizos y los criollos, realidades vivas, hombre con todos los atributos humanos [...] šExistía México y los mexicanos!"

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FIGURA 11. El general Álvaro Obregón llega a la ciudad de México, siendo recibido en la estación Colonia por los generales Plutarco Elías Calles, Fortunato Maycotte, Manuel Pérez Treviño y Antonio I. Villarreal.

 
La reivindicación de las "ruinas" a que alude Gómez Morín se refería al rescate de los monumentos prehispánicos promovido por Manuel Gamio. En plena revolución, en 1917, Gamio fue nombrado director de un Departamento de Arqueología, dependiente de la Secretaría de Agricultura. Ahí emprendió el proyecto, fantástico entonces, de restaurar Teotihuacán, una empresa que convirtió a esta "ruina" en el "monumento histórico más importante de México", otorgándole así, a la antigüedad indígena, "el lugar que le correspondía en la base de la historia de México". En el libro donde delineo su programa indigenista, Forjando patria (1916) y más tarde en La población del Valle de Teotihuacán (1922), Gamio propone el rescate del pasado indígena, la integración del indio vivo a la marcha del progreso nacional y la fusión de esa raíz con los legados hispánicos y mestizos, tres obsesiones de lo que más tarde se llamará "nacionalismo indigenista"

Así, en el año axial de 1915 los mexicanos que la revolución puso uno frente al otro se miraron y se reconocieron. Como asentó Carlos Fuentes, "La revolución como autoconocimiento es el legado más perdurable de esos años creadores". Es el legado que "continúa nutriendo a las artes, la literatura, la psique colectiva y la identidad nacional de México más que ningún otro factor de la revolución".

La Soberana Convención Revolucionaria y el Congreso Constituyente de 1917

De los encuentros y solidaridades inducidos por la guerra quizá el que suscitó más esperanzas y acabaría en desolada desbandada fue la Soberana Convención Revolucionaria de Aguascalientes, que entre el 10 de octubre y el mes de noviembre de 1914 sesionó en esa ciudad. Por breves días la Convención reunió a los jefes y representantes de la División del Norte, del Ejército Libertador del Sur y del Ejército Constitucionalista. Pero apenas comenzadas las sesiones se hizo evidente la profunda división entre las distintas fuerzas revolucionarias y el peso decisivo de los liderazgos de Francisco Villa, Emiliano Zapata y Venustiano Carranza en el enconado rumbo faccional que tomó la revolución. Es decir, ni las personalidades ahí reunidas, ni los programas o planes que cada uno de esos grupos enarbolaba, consiguieron definir un proyecto común. Lo que la Soberana Convención reunida en Aguascalientes y más tarde en la ciudad de México dejó para siempre grabado en la memoria nacional fue la presencia carismática de Francisco Villa y Emiliano Zapata como líderes indiscutibles de los dos movimientos populares más poderosos de la revolución, y la proyección de sus reivindicaciones en el ámbito nacional e internacional. La célebre fotografía de los zapatistas desayunando en el restaurante Samborn's de la ciudad de México (Fig. 13), transmitió al mundo el mensaje de que los campesinos eran actores principales en esa revolución.

ima-f12 FIGURA 12. Grupo de diputados constituyentes reunidos con Venustiano Carranza en Querétaro.
 
La fuerza contenida en las demandas populares afloró en las sesiones del Congreso Constituyente de 1917. En un acto sin precedentes, los diputados ahí reunidos recogieron las reivindicaciones agrarias, laborales y democráticas sustentadas por los distintos sectores de la población y las plasmaron en el acta constitutiva del Estado fundado por la revolución (Fig. 14). Así, el ancestral problema de la propiedad territorial adoptó una nueva definición en el artículo 27, que declaró: "La propiedad de las tierras y aguas comprendidas dentro del territorio nacional corresponde originalmente a la nación, la cual ha tenido y tiene el derecho de transmitir el dominio de ellas a los particulares, constituyendo la propiedad privada". En su parte sustantiva este artículo apoyaba el fraccionamiento de los latifundios, "la creación de nuevos centros de población agrícolas con las tierras y aguas que les sean indispensables", y el derecho de los "pueblos, rancherías y comunidades que carezcan de tierras y aguas", a que se les "dote de ellas". Por su parte, el artículo 123 estableció la jornada máxima de trabajo diurno, nocturno y de las mujeres y los menores; el descanso semanal; el salario mínimo; la participación de utilidades; el patrimonio familiar; y las condiciones indispensables que garantizaran la seguridad y la salud de los trabajadores. Esta consagración de los derechos de los trabajadores "no era sólo jurídica, sino sobre todo política, constitucional; la cuestión obrera [...] se convertía así en una entidad que pasaba de lleno al campo del interés público, dejando de ser una mera relación entre privados". Por último, la Constitución de 1917 otorgó al Estado la fuerza política y legal para convertir en realidad las aspiraciones de los sectores más desprotegidos de la sociedad.

Las ideas de patria, nación y Estado en la lucha armada

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FIGURA 13. Soldados zapatistas desayunando en Sanborn's.

 
Durante los años de guerra civil e intensa lucha por el poder no se impuso una concepción única de la patria o del proyecto nacional. Más bien, los grupos en pugna sustentaron concepciones divergentes sobre la patria y el proyecto de nación. Así, Francisco I. Madero (Fig. 15), en La sucesión presidencial de 1910, hizo caso omiso de la retórica nacionalista desarrollada por Porfirio Díaz y concentró su crítica en los desaciertos políticos del dictador.

La palabra Patria recorre las páginas de La sucesión presidencial de un extremo a otro, entendida como valor eminente del ciudadano y fin supremo al que deben someterse todos los otros, incluso el de la propia vida. Frente a esta concepción Emiliano Zapata (Fig. 16) imaginó otra idea de la patria. Los ejércitos campesinos que tomaron las armas en 1913-1914 eran el brazo armado de los pueblos, dependían directamente de ellos y se levantaron para defender los derechos territoriales y la autonomía política de las comunidades aldeanas. Como dice el historiador John Womack, "Desde el comienzo, el movimiento había sido una empresa deliberada de los jefes del campo para restablecer la integridad de los pueblos del Estado [de Morelos], para defender los derechos locales ". Jesús Sotelo Inclán narra que Emiliano Zapata, en una ocasión en que lo visitaron unos delegados del estado de Michoacán para conocer las razones de su rebeldía, hizo traer los antiguos documentos donde estaban registrados los títulos de propiedad de Anenecuilco, su pueblo natal. Zapata tomó esos papeles y se los mostró a los delegados de Michoacán diciéndoles: "Por esto lucho". Como dice Sotelo Inclán, esos documentos eran "la raíz y la razón que lo impulsaban, su íntima verdad, la historia de su pueblo y la prehistoria de su vida".

ima-f14 FIGURA 14. Los diputados constituyentes, al dar por terminadas sus sesiones, protestan guardar y hacer guardar la Constitución, lo mismo que hiciera antes el presidente del Congreso y el encargado del Poder Ejecutivo, Venustiano Carranza.
 
La patria que columbró Francisco Villa (Fig. 17) contrastaba con la de Madero y Zapata. El sustento de los ejércitos de Villa, al contrario del ejército de los campesinos zapatistas, estaba compuesto por sectores de casi todas las clases. Pero el núcleo de la División del Norte, como lo ha mostrado Friedrich Katz, eran "los antiguos colonos militares de la frontera apache", quienes habían peleado para "preservar la civilización contra los bárbaros", como decían los habitantes de Namiquipa. En diversas ocasiones Villa reiteró su intención de crear colonias militares, "dándoles a cada uno [de sus soldados] una parcela de tierra sobre la base de alguna ley de tierras de colonización, que les exigiría utilizarla para llegar a adquirir el título de propiedad [...] Durante un tiempo [los colonos] quedarían sujetos a la disciplina militar, con unas horas de instrucción y entrenamiento, para mantener el espíritu de obediencia y de servicio público". La patria que Villa imaginó era una miriada de poblados, "cuidadosamente elegidos, sabiamente acondicionados", donde florecerían "las colonias militares agrarias del porvenir". En las memorias que le dictó a su secretario Manuel Bauche Alcalde, Villa consignó su utopía agraria, una imagen de la patria rural que anhelaba:

"Allí los hombres son soldados y son agricultores, se instruyen y trabajan, sirven a la patria y establecen a sus familias y fundan sus hogares.

"Han dejado de ser una carga exclusivamente consumidora [...] y se han transformado en agentes de la producción nacional [...] que aumentan la riqueza de nuestro suelo [...], y que al llamado de la patria sabrán responder empuñando con destreza las armas que han de sostener nuestras instituciones, la integridad de nuestro suelo y el honor de nuestra nacionalidad intocable. Ellos, los amorosos labradores de la tierra, serán los vigorosos defensores de la tierra misma [...]

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FIGURA 15. Francisco I. Madero.

 
"Y veo que el edificio más alto del caserío rural es la escuela, y que el hombre más venerable es el maestro, y que el mozalbete más agasajado es el que más estudia y el que más sabe; y que el padre más venturoso es aquel que [...] al hijo bueno y al hijo honrado va a dejarle su tierra [...], que de aquel hogar santificado por el trabajo broten nuevos hijos [...], instruidos [...] trabajadores y honrados, que dignifiquen a la patria..."

La idea más radical de la tierra como asiento de la patria la formuló el anarquista Ricardo Flores Magón. Para él la propiedad era un robo, de modo que su grito de guerra "šTierra y libertad!" fue el lema del Partido Liberal Mexicano, una demanda que exigía la expropiación de toda la tierra, tanto de los grandes como los pequeños propietarios. Para Flores Magón la expropiación de la tierra significaba simplemente el desconocimiento del derecho de propiedad. Para él la patria era la tierra, y en consecuencia ésta debería pertenecer a todos.

Como se advierte, estas distintas ideas de la patria imaginadas por los líderes revolucionarios tienen una índole agraria, reposan en la tierra. Quienes mejor comprendieron el sustrato agrario que impregnaba las reivindicaciones campesinas y populares que estallaron en la revolución de 1910 fueron dos abogados familiarizados con la secular lucha de los campesinos por la tierra. Wistano Luis Orozco fue el primero que en una obra antes famosa y hoy olvidada, Legislación y jurisprudencia sobre terrenos baldíos, publicada en 1895, percibió la historia moderna de México dominada por un "feudalismo rural", "que hasta hoy constituye una verdadera oligarquía en casi todos los pueblos de la República".

ima-f16 FIGURA 16. Emiliano Zapata.
 
Andrés Molina Enríquez (Fig. 18) continuó el camino señalado por Orozco y convirtió el problema agrario, como lo llamó, en clave para explicar el atraso del país, y su solución, en el detonador del desarrollo democrático de la nación. Para Molina Enríquez, "las sociedades eran, ante todo, organismos agrarios, y de manera más precisa organismos agrarios productores de alimentos: ésa era la verdadera piedra de toque del progreso y de la fortaleza de un país". "Una patria, por lo mismo es tanto más sólida, cuanto mayor número de hogares contiene y cuanto mayor bienestar conforta la vida en cada hogar". Así pues, para Molina "La verdadera raíz de la patria es, por tanto, la propiedad", la patria asentada en las profundas raíces de la propiedad justamente poseída y bien dividida.

Pero al hacer el análisis de la distribución de la propiedad en el territorio nacional, Molina descubrió que ésta estaba acaparada por unos cuantos "criollos", descendientes de los antiguos pobladores españoles, mientras que los mestizos, las clases medias, carecían de ellas, y los indígenas estaban recluidos en sus tierras comunales, mermadas por la rapacidad de los primeros. Esta carencia de tierras de la mayoría de la población explicaba entonces su fragilidad extrema y su incapacidad para forjar una patria fuerte.

En 1908, cuando estaba por concluir Los grandes problemas nacionales, la obra donde acumuló estas reflexiones, Molina Enríquez tenía claro que el obstáculo mayor que enfrentaba el país era el latifundio, la concentración de la propiedad en unas cuantas manos, una realidad cuya consecuencia se expresaba en la falta de unidad de la población. En ese año también tenía claro que el agente capaz de barrer con esos obstáculos y proceder a una repartición de la tierra era el Estado. Así, en 1911, cuando se desencadena la avalancha revolucionaria, propone una medida radical para resolver el problema agrario:

"...si las circunstancias me pusieran en el caso de ser el hombre de estado de esta situación, mandaría yo hacer un rápido avalúo de todas las fincas grandes; autorizaría yo su ocupación libre en lotes pequeños, mediante el aseguramiento de la obligación de pagar esos lotes en las mejores condiciones posibles, y echaría yo sobre el crédito de la nación la obligación de indemnizar a los propietarios, amortizando después la obligación relativa de la nación con la de los tenedores de bienes".

Cinco años más tarde, cuando se iniciaron las sesiones que culminaron con la promulgación de la Constitución de 1917, las circunstancias ubicaron a Molina en una posición clave para definir el espíritu de ese documento. Con Pastor Rouaix, entonces secretario de Fomento del gobierno de Carranza, formó parte del equipo encargado de redactar el proyecto del artículo 27 constitucional. Como dice Arnaldo Córdova, "En todo el artículo dominan las ideas de Molina Enríquez, quien finalmente logró imponer" sus ideas sobre la propiedad de la tierra y el papel que habría de jugar el Estado en el nuevo marco constitucional. "La operación fue sencilla: primero se declaraba 'propietaria originaria' a la nación, entidad abstracta, y luego se establecía que su 'representante legítimo' era el gobierno federal, único autorizado a decidir lo que convenía a la nación y a interpretar sus designios". De esta manera, la propiedad privada quedó sometida al dominio absoluto del Estado, y correlativamente se otorgó a la cabeza del gobierno el poder más alto del nuevo orden político y jurídico. Es decir, las propuestas de Molina Enríquez legitimaron "los poderes extraordinarios permanentes del presidente de la República con base en la necesidad de que las reformas se lleven a efecto". Como sabemos, esa "Constitución y su programa de reformas sociales darían lugar, a muy breve plazo, a la construcción de un Estado poderoso, incontrastable, irresistible [...] para gobernar la sociedad.

ima-f17 FIGURA 17. Francisco Villa.
 
IPS VI-18
FIGURA 18. Andrés Molina Enriquez.