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México D.F. Miércoles 28 de julio de 2004
Luis Linares Zapata
LEA, obstáculo a la transición
Las tareas para destrabar el proceso de transición democrática pasan, de forma hasta dramática, por dos de los poderes de la Federación: el Legislativo y, de manera creciente, debido a sus múltiples repercusiones en el conjunto del Estado, por el Judicial. El juego de los contrapesos entre poderes, bien se sabe, es crucial para que un sistema político pueda desarrollar sus diversas potencialidades. De las actuaciones de los legisladores y de los jueces que imparten justicia depende, en numerosas ocasiones, que se impongan al Ejecutivo los controles y los límites indispensables al ejercicio de su autoridad.
La principal característica del antiguo régimen era su acendrado autoritarismo. Rasgo que se concentraba, por varios factores, en la cúspide de la pirámide de poder: la Presidencia de la República. El cimiento de esa capacidad arrolladora, casi monárquica y en mucho ofensiva del Ejecutivo mexicano, lo daban varios fenómenos combinados. Unos bastante conocidos y explorados durante largos y difíciles años, pues la crítica y los estudios pasaron por sucesivas etapas. Débiles, incipientes y timoratos al inicio, con rigor y valentía a medida que se ensancharon las libertades ciudadanas en el país. El corporativismo sindical, todavía vigente en su perfil sustantivo, fue uno de los pilares que permitían al Presidente tomar decisiones cruciales y abarcadoras en el ámbito económico y aun en la conformación de la sociedad. La vigencia de un partido prácticamente único le posibilitaba ordenar y guiar, sin retobo alguno de oposición, el quehacer político. Las atribuciones de ley completaban el cuadro, pues al Ejecutivo federal se le otorgaban tal rango y capacidad de movimiento que su discrecionalidad era, en la práctica, avasalladora. Adicionarle entonces facultades, mismas que llegaron a ser catalogadas con el eufemismo de metaconstitucionales, era paso obligado. Un cuadro de onerosa y aberrante realidad del que hay imperiosa necesidad de escapar para dar cabida y peso a la iniciativa popular.
Sin embargo, la persistencia del antiguo régimen autoritario fue también posible por la base de legitimidad que le acercaba una población obsecuente y, en muchos momentos y órdenes, por completo subordinada. Tal actitud la justificaba el ancho horizonte de oportunidades al alcance de la mayoría y el progreso en las condiciones de vida para la población. Pero el deterioro ocasionado por cuestionadas administraciones durante los últimos gobiernos priístas los fue separando de ésa que era su real base de sustentación. Se llegó incluso al punto de quiebre, tanto por los avances logrados por una oposición beligerante que forzó modificaciones sustantivas al andamiaje electoral, como por sus repetidos triunfos en las contiendas que cortaron al sistema establecido los determinantes efectos del apoyo incondicional del PRI. La súbita pérdida de los resortes y botones de mando burocrático que daban a la Presidencia una continuada ocupación de la casa presidencial le recetó a las consignas u órdenes determinantes un severo golpe posterior. Así, el autoritarismo llega a una fase que bien puede ser terminal si es que se avanza, un tanto más, para su liquidación del imaginario colectivo. El autoritarismo, predicado en primer lugar del Ejecutivo federal, pero reproducido hasta el horror en sus niveles estatal y municipal es, hoy día, el mayor obstáculo para completar la larga y penosa transición democrática.
De ahí la importancia que para la desarticulación de este brutal y oneroso obstáculo al perfeccionamiento de la vida colectiva representen las buscadas soluciones a problemas que hoy afectan la marcha de la República. En concreto aquellos que tienen que ver con las posturas que adopten tanto el Poder Legislativo como el Judicial.
Uno de ellos, quizá el de mayor carga definitoria para lograr que la Presidencia se apegue a los rigores de una democracia moderna, se deriva de la actuación de la Fiscalía Especializada para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado y, sobre todo, de los jueces que tendrán que lidiar con la aplicación de la ley. La consignación del caso que hizo esa fiscalía en busca de las órdenes de aprehensión para altos funcionarios civiles y militares, entre ellos Luis Echeverría, (ejemplo del autoritarismo llevado al rango criminal), es fundamental para dar los pasos subsecuentes con el afán de redondear la ya muy dilatada transición. Para ello es preciso que el Judicial (magistrados) pueda ensanchar la estrecha concepción del genocidio, como éste se ha usado en el ámbito internacional y, con el ánimo puesto en encontrar los matices, precisiones y alcances, para su urgente aplicación al caso mexicano. Se sabe, con exactitud, que el entramado de leyes que nos rige no alcanza para tipificar, 30 años después de los hechos, crímenes como los que ocurrieron el jueves de Corpus de 1971. Cuando era tiempo y la justicia pudo hacerlo, ciertamente en condiciones ideales, el sistema establecido se lo impidió. Dejar el pasado en la impunidad y el olvido es la peor de las rutas y enseñanzas que se pueden visualizar como opción. No es, tampoco, el torcer la ley la alternativa, sino agrandar el horizonte para crear las propias definiciones lo que se solicita. El poder en México aún tiene grandes dosis de autoritarismo metalegal. Se le puede observar por estos días en las arbitrarias e ilegales modificaciones que se proponen a la ley que rige al IMSS o en las tortuosas maniobras para eliminar rivales incómodos para 2006, utilizando vericuetos forzados de la ley. Por eso se afirma, con insistencia, que suena la hora del Legislativo para que opte por leyes que introduzcan balances, no agudicen las disparidades y penalicen, de nueva cuenta, a los trabajadores. Para el Judicial ha llegado también la oportunidad para que, con espíritu justiciero, encuentre los motivos y las formas que sometan y castiguen al último de los autoritarios desmedidos del país. De no hacerlo, la dramática experiencia se volverá a repetir.
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