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México D.F. Miércoles 28 de julio de 2004
José María Pérez Gay/V y última
Genocidio
Hasta ahora he intentado un resumen de los genocidios más atroces de los anteriores 40 años con un solo propósito: exhibir el conocimiento de la historia contemporánea para hacer legible y visible el género del delito llamado genocidio; por otra parte, el requerimiento, la exigencia de ser escrito y visto, que se alza desde el corazón mismo de los hechos. Auschwitz, Bergen Belsen, Camboya, Ruanda, Srebrenica, hablan de un fenómeno en el límite de la experiencia y del discurso, donde no sólo se revelan los límites de nuestras formas narrativas y retóricas, sino también de todo proyecto de escritura de la historia. Hablar del genocidio es hablar del mal, del poder demoniaco, para decirlo de algún modo, que nos convierte en bestias, y del drama nuestra libertad.
En un hecho sin precedente en la historia de México, el fiscal especial para Movimientos Políticos y Sociales del Pasado de la PGR, Ignacio Carrillo Prieto, acusó al ex presidente Luis Echeverría Alvarez y a 10 funcionarios de su gobierno de genocidio. Según el fiscal, el 10 de junio de 1971 se cometió un genocidio en México. De acuerdo con el Código Penal Federal "comete el delito de genocidio el que con el propósito de destruir total o parcialmente a uno o más grupos nacionales o de carácter étnico, racial o religioso, perpetrase por cualquier medio delitos contra la vida de miembros de aquellos o impusiese la esterilización masiva con el fin de impedir la reproducción del grupo".
Desde un principio, el fiscal Ignacio Carrillo Prieto entró en un callejón sin salida. Luis Echeverría no es Heinrich Himmler ni, mucho menos, Pol Pot. Resulta imposible tipificar el delito de genocidio, fundamentar el exterminio total o parcial de uno o más grupos nacionales en la represión del 10 de junio, mucho menos por su pertenencia a instituciones de educación superior. Desde esta perspectiva, el fiscal Carrillo Prieto parece desconocer la diferencia que existe entre el terrorismo de Estado y el genocidio. Durante el juicio a los militares argentinos, el fiscal Julio César Strasera, teniendo la posibilidad de acusarlos de genocidio, prefirió enjuiciarlos como asesinos del fuero común y llevó a la cárcel a Videla y a Galtieri. "En la República Argentina" -argumentaba Strasera- "cada una de las armas del Ejército, con la ayuda de las fuerzas policiales, los servicios de inteligencia y el apoyo de grupos de civiles, tomaron la decisión no sólo de derrocar mediante un golpe de Estado a la presidenta constitucional María Estela Martínez de Perón, el 24 de marzo de 1976, sino también de diseñar y ejecutar un proyecto criminal sistemático de desaparición y eliminación física de ciudadanos por motivos ideológicos y políticos."
El pasado 25 de julio, el juez segundo de distrito César Flores Rodríguez determinó que en los hechos del 10 de junio de 1971 no existió genocidio, sino homicidios calificados, lesiones, obstrucción de la justicia y abuso de autoridad, pero que esos actos ilícitos han prescrito y, por tanto, negó las 12 órdenes de aprehensión solicitadas por la Fiscalía Especializada para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (Femospp). "Al parecer, el juzgado no analizó si el delito de genocidio tiene prescripción", escribían Alfredo Méndez y Gustavo Castillo, reporteros de La Jornada, "sino que se concentró en revisar si en los hechos del 10 junio de 1971 se dio ese acto ilícito."
Me imagino que al fiscal Carrillo Prieto no le quedaba otra salida que acusarlos de genocidio, porque los otros delitos habían prescrito; pero no debemos olvidar, creo yo, que nadie los exoneró, sino que todos, el ex presidente Echeverría incluso, fueron encontrados culpables de homicidio calificado, lesiones, obstrucción de la justicia y abuso de autoridad. Nadie puede negar tampoco que, después del 2 de octubre de 1968, se creó un grupo paramilitar, los Halcones, cuya tarea era reprimir y asesinar disidentes políticos. Sin embargo, don Ignacio Carrillo Prieto, en su insistente deseo de consignar al ex presidente Echeverría y a sus colaboradores, ha perdido la oportunidad de, al mismo tiempo, formar una suerte no de comisión de la verdad, sino, en un sentido mucho más profundo, de juzgado de la memoria. No olvidemos. Le queda por delante la guerra sucia y su cauda de muertes y desapariciones. La dificultad proviene de la gravedad excepcional de los crímenes, el hecho de que el propio Estado los haya cometido contra una parte discriminada de la población, a la que debió haber protegido y brindado seguridad.
El historiador es el médico de la memoria. "Su honor es cuidar las heridas", escribió Eugen Rosenstock-Huessi. Así como el médico debe actuar sin atender demasiado a las teorías médicas, porque su paciente está enfermo, del mismo modo el historiador debe actuar, llevado por su temple moral, para restaurar la memoria de una nación. Separo de una forma muy clara al fiscal del historiador, pero en este caso específico la memoria y la historia se tocan. El fiscal debe investigar y articular su pliego consignatorio, el historiador no puede erigirse en tribunal, ni quiere hacerlo. Si lo intenta se arriesga a la precariedad de un juicio parcial. La diferencia entre el juicio histórico provisional y la sentencia judicial definitiva radica en lo que Karl Jaspers llama los lugares de la memoria. Me parece que el fiscal Carrillo Prieto ha tirado por la borda esa dimensión histórica, se ha centrado sólo en los crímenes. Debemos recuperar la memoria de nuestras pérdidas, el olvido nos vuelve peores personas, tiene menos que ver con la memoria que con el duelo y el dolor en cuanto actitud persistente.
En México tenemos valientes y magníficos cronistas de la represión autoritaria y de los asesinatos masivos, Elena Poniatowska, Carlos Monsiváis, Julio Scherer García, pero no tenemos historiadores de esa época. Nadie ha escrito, como Pierre Nora en Francia, los lugares de la memoria mexicana. Esa historia secreta que va del movimiento antichino en México (1871-1934), como lo resumió José Jorge Gómez Izquierdo, pasando por la sistemática represión de las minorías, como los protestantes y los homosexuales, al 2 de octubre de 1968 y el 10 de junio de 1971. Eslabones de una misma cadena. El autoritarismo mexicano no tiene historiadores, nadie nos ha contado los nexos entre los jefes y sus verdugos, sus intereses económicos y sus gratificaciones. La memoria es un fenómeno siempre actual, un vínculo que se vive con el presente eterno; la historia, una representación del pasado.
Los lugares de la memoria aparecen, no sólo en Karl Jaspers o Pierre Nora, sobre el fondo de la incertidumbre, sobre la ruptura entre historia y memoria, entre el pliego consignatorio y los verdaderos recuerdos. No se trata de lugares topográficos, sino de zonas profundas del recuerdo, en las que pueden apoyarse las conductas sociales cotidianas. En todo caso la sentencia señala, por su carácter definitivo, la enorme diferencia entre la perspectiva jurídica y la perspectiva historiográfica de los mismos hechos. Quizá una de las consecuencias más importantes sea el juicio público inevitable sobre un grupo de políticos mexicanos responsables de homicidio y sobre toda una época. Si existe algo así como alguien imparcial pero no infalible, terminamos sumando al fiscal, al juez y al historiador, un cuarto miembro: el ciudadano. Su conducta se estructura a partir de su experiencia propia, instruida de modo diverso por el juez penal y por la investigación histórica publicada. Pero la intervención de los ciudadanos no termina nunca, lo que los sitúa más bien al lado del historiador. "Por todos conceptos, los ciudadanos continúan siendo los árbitros últimos", escribió Hannah Arendt, "los portadores militantes de los derechos humanos, y de la democracia constitucional."
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