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México D.F. Domingo 25 de julio de 2004
José María Pérez Gay/II
Genocidio
La nublada mañana del 17 de abril de 1975, después de cinco años de bombardeos devastadores de la fuerza aérea estadunidense, y de una guerra fratricida y atroz, los contingentes del Jemer Rojo toman el poder y entran en la ciudad de Phnom Penh, capital de Camboya. Tres mil 500 milicianos, vestidos de negro y con la krama, la pañoleta de los campesinos, al cuello, desfilan en silencio y con paso militar por el bulevar Monivong. Lo más llamativo son los jóvenes de 10 y 13 años con el fusil de asalto Kalashnikov, AK-47, al hombro. Se colocan en los cruces más estratégicos de la ciudad como si la conocieran de memoria. La gente sale a las calles a darles la bienvenida, pero se aparta muy pronto de los vencedores: los milicianos guardan silencio, se les prohíbe hablar con los habitantes de la capital. Ieng Sary y Khieu Samphan, los dirigentes militares, recorren la ciudad a bordo de un Jeep, dan órdenes precisas a los comandantes de sección y desaparecen por la carretera rumbo al norte de la capital. A las 11 de la mañana, cuatro comandos del Jemer Rojo se presentan en el hospital general, el Preah Ket Melea, caminan por los corredores llenos de heridos y les ordenan ponerse de pie y abandonar la ciudad. Los tres médicos que resisten esta medida son asesinados en la oficina del director del hospital.
Esa mañana da inicio un éxodo inenarrable: miles de enfermos y heridos salen de los siete hospitales de Phnom Penh y, por las calles principales, forman una caravana grotesca: hombres y mujeres sin brazos ni piernas se arrastran por las calles, niños y jóvenes ciegos se mueven con las manos sobre los hombros de los lisiados, una procesión de soldados paralíticos y mutilados camina a empellones. Después, un desfile de miles de camas improvisadas avanza lentamente y deja atrás una estela de sangre y sueros, cientos de personas traen a sus niños envueltos en bolsas de plástico, los heridos cargan a sus muertos, y los van dejando en el camino. La victoria de los jemeres rojos subraya el carácter irreal y expiatorio de la represión y el exterminio: el régimen de Pol Pot castiga en los heridos a su propio pasado, su debilidad y sus derrotas.
Unos 72 mil mil heridos y enfermos salen de Phnom Penh en menos de tres horas. Por altoparlantes colocados en los cruces y calles principales, la dirección de Angkar, el Partido Comunista de Camboya, ordena la evacuación inmediata de la ciudad: las familias deben llevar sólo una ración alimenticia, abandonar sus pertenencias y no protestar contra las órdenes de los milicianos. Los extranjeros deben identificarse, entregar sus pasaportes a las nuevas autoridades y concentrarse en la embajada de Francia. Al atardecer, las multitudes se congregan en las vías de salida, apenas avanzan unos metros y miles de familias se pierden para siempre. Al ser tan intenso el tráfico humano, los vigilantes de Angkar se descontrolan. En una semana, 700 mil personas evacuan Phnom Penh y se encaminan rumbo a las comunas agrícolas. A lo largo de esa ruta, los milicianos del Jemer Rojo ejecutan a todos los camboyanos que se niegan a marcharse. Los pelotones de fusilamiento pasan por las armas a 50 coroneles, generales y sus familias. A los enfermos o heridos extranjeros se les envía a la frontera con Tailandia.
En mayo de 1979, después de que el ejército de Vietnam ocupa Phom Pehn y Pol Pot y su camarilla huyen rumbo a la selva, Ieng Sary, uno de sus ideólogos, admite que el Jemer Rojo ha exterminado aproximadamente a un millón de personas. Según cálculos de David Chandler, una cifra más justa sería entre 1.5 y 2 millones. En gran parte las hambrunas arrasan con las poblaciones campesinas; son torturados y asesinados intelectuales, maestros, soldados y colaboradores del gobierno de Lon Nol, partidarios del príncipe Sihanuk, empresarios, comerciantes, sobre todo chinos y sino-jemeres. Grupos religiosos como los monjes budistas, musulmanes y católicos. Minorías nacionales como chinos, shams y vietnamitas. El 97 por ciento de todos los intelectuales mueren en esos cuatro años, 95 por ciento de todos los médicos, periodistas, profesores de la universidad. De los 87 mil monjes budistas, 2 mil sobreviven al terror genocida del Jemer Rojo. De los 270 mil musulmanes sólo quedan vivos 40 mil. De los 800 mil chinos y sino-jemeres salvan la vida 25 mil. Una de sus medidas sanitarias: asesinan a todos los enfermos de lepra, de cáncer y otras enfermedades terminales.
Tras la guerra de Vietnam (1965-1975), la destrucción de Camboya abre la edad de plomo universal y exhibe el rotundo fracaso de la política eurocentrista de los derechos humanos; en el exterminio del pueblo jemer participan de un modo u otro todos los poderes y las ideologías: la erupción del mundo de la barbarie enterrado desde la segunda Guerra Mundial. En Estados Unidos esta guerra -la única que han perdido en su historia- con sus 60 mil muertos y más de 100 mil mutilados, ha quedado abierta como una herida moral que no cicatriza y destruye a una o dos generaciones. Las naciones ricas y poderosas de Occidente han condenado todas las represiones que siguen a los levantamientos populares, pero no quieren ni pueden oír del genocidio y abandonan Camboya, de igual modo que se encogen de hombros ante la suerte de millones en los países pobres y "subdesarrollados". Al desaparecer el imperio soviético, y el mundo bipolar, la tragedia de Camboya es un potente y cauteloso ejemplo de los límites del eurocentrismo de los derechos humanos. Nadie denuncia la irrealidad del programa social y económico del Jemer Rojo y la crueldad utilizada para llevarlo a cabo; no le dan importancia, es una nación que apenas existe, es el territorio de los subhombres, como el de los indígenas guatemaltecos. Ante la época que nace con el siglo XXI, la de los fanatismos religiosos y las idolatrías tribales, con su caudal de discordias y tiranías, de violencia y exterminio, Camboya recuerda algo que es todavía una quimera: preservar el carácter sagrado de la vida.
No es exagerado afirmar -no como si fuese una ley histórica pero sí como algo más que una simple coincidencia- que todos los protagonistas de esta historia, adscritos a la impunidad de su liderazgo, salen de ella libres de culpa. En su negligencia o su desinterés, los gobiernos occidentales se entrampan en discusiones jurídicas y no logran imponer sanciones. ƑPor qué nadie lleva a Pol Pot, Ieng Sary o Khieu Samphan ante un tribunal, con la misma urgencia con que quisieron llevar a Augusto Pinochet o conducen ahora a Slodoban Milosevic ante el tribunal de La Haya? ƑPor qué nadie los acusa de genocidio? Son responsables de la muerte de casi 2 millones de personas. Las burocracias internacionales entronizan los preceptos del derecho internacional, pero no se molestan en explicarnos esa contradicción. El exterminio en Camboya no mereció su cuidado. No sé si el Tribunal Penal Internacional Independiente condenará pronto a estos genocidas. Ojalá. Pero lo que deseo subrayar es nuestra indefensión sicológica y moral frente a la tragedia de Camboya.
A principios del siglo XXI, Norodom Sihanuk, rey del pueblo jemer, sigue recorriendo las ciudades, los pueblos y las aldeas de Camboya, escucha los lamentos de sus vasallos y les promete tiempos mejores; pero la reconciliación de los jemeres está más lejos que nunca. Las secuelas del terror no son reducibles a conceptos y sólo podemos aludir a ellas con las imágenes de un relato; su nombre es legión. En junio de 2003, Camboya se debate entre las bandas de jóvenes que saquean las ruinas de Angkor y se dedican al contrabando de sus joyas, una criminalidad masiva y violenta -hay armas de fuego por todas partes-, la prostitución infantil -los cientos de burdeles de niños y niñas en el país-, la epidemia incontrolable de sida y las minas personales que ocupan sus campos por cientos de miles. Las minas siguen mutilando y matando. Hay tal vez un millón de lisiados que recorren los caminos, solos o en pequeños grupos, para recoger limosnas o alimentos. Los ejércitos de inválidos son ahora la imagen misma de su historia. El proyecto político del Jemer Rojo, en su forma más ciega y brutal, hace añicos el sueño de la sobrevivencia política y social de Camboya. A principios del siglo XXI, cada una de sus aldeas es un agujero de desdicha y miseria; su futuro, como siempre, una interrogación sombría.
En este riguroso sentido, sólo podemos hablar de genocidio cuando existe el exterminio masivo de un pueblo. Hablar como historiador -o como fiscal- de la singularidad del genocidio exige haber sometido al análisis la idea de singularidad -o, como se dice también, de unidad- como lo exige la filosofía crítica de la historia.
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