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México D.F. Domingo 18 de julio de 2004
Ilán Semo
Las nómadas
La era victoriana debe su nombre a una extraña mujer. Victoria fue una reina parsimoniosa, popular, casi célibe (o sin el casi), de sombrerito para dormir, una suerte de granma para la Inglaterra todavía imperial, exenta de cualquier noticia sobre historias de alcoba, sedentaria, apolítica si se le compara con sus aguerridas predecesoras de los siglos 17 y 18, dotada de un humor nada despreciable, casi pícara se podría decir y, sobre todo, protectora. Oscar Wilde decía que su verdadero mentor era Thomas Dolby (que escribió versiones actualizadas de Mamá Pata, Los tres cochinitos, etcétera), pero los ingleses la querían. Tanto así que llegó a convertirse en el arquetipo de un estilo, un aura e incluso un orden moral: la mujer victoriana. Cuánto debe la moral que estigmatizó a Oscar Wilde a la Mother Queen y cuánto la reina a ese rígido orden está por elucidarse. Una buena parte de la historiografía actual se ha quebrado la cabeza para descifrar esa peculiar manera de ser mujer que cifró no sólo una era completa en la historia de los géneros sino los tipos y estereotipos de lo femenino que, en el siglo 20, acabaron bajo el fuego amigo (y a veces no tan amigo) de las diversas modalidades de la crítica ejercida por el feminismo.
En una carta, que era desconocida hasta la fecha, Jane Austen relata a su hermana un recuento de las "lecciones" de su vida (Jane Austen, Three letters, Vanister, New York, 2004). Escritas en 1835, cuando Victoria aún era adolescente y Jane estaba a punto de morir, contienen múltiples líneas presagiando el "nuevo e insípido orden" que aguardaba a la mujer con "los vientos del progreso". Escribe Austen: "Los tiempos que corren han pasado por encima de tres condiciones elementales para una existencia mínimamente llevadera: el derecho a la soledad, la vindicación del placer y el derecho a la ciudadanía. Lo peor es que ni siquiera lo sabemos." La novelista se refería a la emergencia de una moralidad que destinaría a la mujer del siglo 19 a los roles acotados por "los muros invisibles que hoy (en 1835) se suelen llamar valores modernos". Resumo brevemente sus ideas.
En el siglo de la caballerosidad, los duelos, las levitas y los machines liberales, el matrimonio acabaría cifrando "el fantasma de la legitimidad femenina". Una mujer que renuncia a convertir su vida en el teatrillo de una pareja, escribe Austen, se ha transformado en una "bomba social andante", una amenaza para sí misma y para el orden imperante, a menos que termine como "monja, enfermera, tutora o tía" y los otros "oficios" que el progreso depara a la mujer que simplemente no está hecha para casarse.
Austen no escribe sobre el tema del placer femenino. Pero en la mayoría de sus novelas la figura idílica de la madre-protectora y absorta en su casa creada, por supuesto, por los hombres, merece una ironía sistemática. "Los hombres creen que una mujer con una sartén en la mano y un niño pequeño en la otra es historia. Si tan sólo supieran lo que pasa debajo de esas faldas." Austen fue también una de las raras escritoras del siglo 19 que llenaron de inteligencia y dignidad a la mujer ciudadana, es decir, a la que no ha renunciado a enfrentar al conflicto de su vocación o su "destino individual".
Un siglo y medio después las cosas parecen haber cambiado. La mujer-individuo ha dejado de ser un estigma, la soledad no es más que una manera más plural de sobrellevar la vida; aunque plagado de injusticias, su derecho a la ciudadanía es datable, y la opinión pública (sobre todo la privada) no hace más que reflexionar sobre los enigmas del placer femenino.
Si Austen llama a la mujer victoriana una "criatura esencialmente sedentaria", sus tataranietas del siglo 21 se han transformado, diría yo, en la dirección acaso contraria: la nómada es probablemente el arquetipo que parece significar a lo femenino en una era que busca sin cesar cómo deshacerse de los muros de la modernidad.
Para la nómada, la pareja ha dejado de ser, como lo fue para la remota victoriana, un mandato, y se ha transformado simplemente en una elección, una opción más. El matrimonio sigue haciendo algún ruido en algún confín remoto del alma, pero es básicamente un pie de página, una historia que se rescribe sin cesar. La familia forma parte de una tribu accidental, compuesta esencialmente de amigos, que se lleva con dignidad y a pesar de las contingencias que le impone la sociedad. Y el trabajo y la vocación pueden llegar a serlo todo.
Y sin embargo, el fantasma de la vieja reina Victoria sigue merodeando no a la mujer sino a la construcción de lo femenino como un velo que proviene de las fábricas ocultas de la moralidad social y que simplemente se niega a desaparecer. El conflicto entre la mujer-familia y la mujer-tribu, entre la protectora y la individuo, entre la nómada y la sedentaria, aflora a cada paso de la vida cotidiana. Y tal vez, en el subimaginario social, las cosas no han cambiado tanto y sólo vivimos un momento posvictoriano.
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