México D.F. Martes 13 de julio de 2004
Luis Hernández Navarro
Memoria de la impunidad
Las voces de alarma del poder suenan a amenaza. "Dejad que los muertos entierren a sus muertos", exigen unos. "Hay que enterrar el pasado y mirar al futuro", aconsejan otros. "No hay que dividir al país", exclaman algunos más.
Sus temores se han disfrazado de consejas. "Juzgar esos delitos del pasado pone en riesgo la posibilidad de sacar adelante las reformas estructurales", advierten quienes mantienen la ilusión de privatizar el sector eléctrico. "Remover las cenizas del pasado le echará más leña al fuego", avisan los modernos aprendices de brujo.
No lo dicen así, pero sus llamados al olvido buscan garantizar impunidad a los responsables de los crímenes de la guerra sucia y de las matanzas de Tlatelolco y del Jueves de Corpus. Impunidad, también, para las estructuras jurídicas y políticas y para las actitudes que posibilitaron que se cometieran esos crímenes.
Pero los crímenes sucedieron. Son un hecho inocultable. No tienen ninguna justificación. Es inadmisible que quienes los cometieron o aquellos para quienes se ejecutaron apelen a la razón de Estado o a las necesidades de la "política real" para ser perdonados. Y mientras sobrevivan sin sanción serán un peso muerto que lastra la vida del país.
En caso de escuchar los llamados a la desmemoria, el gobierno de Vicente Fox quemará las últimas reservas de autoridad moral que conserva. Un Estado que patrocina la impunidad pone en tela de juicio su propia legitimidad. Un Estado que falta a la obligación de sancionar a los responsables de crímenes de lesa humanidad se precipita a un despeñadero ético imposible de remontar.
Garantizar la impunidad del pasado es abrir las puertas a la impunidad del futuro. Si el ultraje no se sanciona, cualquiera puede ser su víctima el día de mañana. Como señaló el filósofo alemán Theodor Adorno a propósito del genocidio cometido por los nazis en el campo de Auschwitz: "Lo que fue una vez, permanece eternamente como posibilidad".
Nuestra historia reciente es el escenario de este atroz eterno retorno. Las matanzas de Acteal y Aguas Blancas, los más de 500 perredistas asesinados, fueron posibles, entre otras causas, porque nunca se castigó a los responsables de la guerra sucia, porque los homicidas de estudiantes en 1968 y 1971 están libres.
La impunidad constituye una abierta denegación de la justicia y del derecho al conocimiento de la verdad. Elude una responsabilidad elemental frente al futuro: salvaguardar los valores básicos de la convivencia civilizada. Facilita la supervivencia de comportamientos y actitudes corruptas en todos los rincones del poder. Genera aún más incertidumbre sobre la confiabilidad de las instituciones encargadas de impartir justicia. Construye una conciencia histórica deformada.
Su pedagogía deja enseñanzas detestables: premia el delito, corrompe a la sociedad y aleja a los ciudadanos del Estado. Educa en que todo está permitido y que nada puede ocurrirle al opresor. Transmite el mensaje de que no hay campo para la resolución razonable de los conflictos.
La impunidad no es un hecho exclusivamente jurídico. Es un fenómeno cultural que tiene graves consecuencias en todos los ámbitos sociales. Al dejar desprotegidas a las víctimas frente a los victimarios y permitir comportamientos abusivos, abona el terreno para que florezca la inhumanidad, refuerza la visión darwiniana de una historia de vencedores en la que todo se justifica. Estimula la desmovilización social.
No puede haber democracia plena si el Estado no cumple con su deber de hacer justicia: juzgar y sancionar a quienes resulten responsables. No se puede negociar ni exonerar de la obligación de castigar. La sanción es lo que deslegitima realmente y no sólo en apariencia los crímenes. Es lo que permite restaurar el daño sufrido por las víctimas.
No hay "borrón y cuenta" nueva. Para erradicar la impunidad hay que castigar a los culpables de los crímenes y modificar el funcionamiento de las instituciones que los permitieron y ampararon.
El gobierno de Vicente Fox, tan propenso a las inspiraciones y justificaciones religiosas en su actuar, haría bien en estudiar y atender la carta Encíclica Rico en Misericordia del papa Juan Pablo II:
"Es obvio que una exigencia tan grande de perdón no anula las objetivas exigencias de justicia. La justicia rectamente entendida constituye, por así decirlo, la finalidad del perdón. En ningún paso del mensaje evangélico el perdón, ni siquiera la misericordia como su fuente, significan indulgencia para con el mal, para con el escándalo, la injusticia, el ultraje cometido. En todo caso, la reparación del mal o del escándalo, el resarcimiento por la injusticia, la satisfacción del ultraje, son condición del perdón."
La paz verdadera, la reconciliación social, son fruto de la justicia restablecida. Perpetuar el agravio negando a las víctimas de la guerra sucia, a los sacrificados en la matanza de Tlatelolco y el Jueves de Corpus, a sus familias, a la sociedad mexicana, la reparación del daño, hará que sea imposible que las heridas del pasado cicatricen. La memoria de la impunidad no desaparece.
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