12 de julio de 2004 | |
GARROTES Y ZANAHORIAS Hace ya muchos años que el liberalismo doctrinario a la Thatcher y a la Reagan perdió relevancia política e intelectual en los debates económicos de los países industrializados. No en México, donde los responsables de la política económica y sus más engominados publicistas continúan su cruzada en favor del libre mercado. Con una enjundia ideológica propia de los años 80, aprovecharon el foro Reforma, crecimiento e imperio de la ley: México no puede esperar, organizado recientemente por el semanario The Economist, para volver a recitar su creencia inquebrantable de que el mercado genera de manera espontánea las soluciones óptimas que demandan los problemas económicos fundamentales. Como se sabe, el presupuesto de esta creencia religiosa es que, por naturaleza, las intervenciones públicas son nocivas para la economía y la sociedad. A más de 20 años de la instauración internacional del régimen de política económica que se identifica con el llamado pensamiento neoliberal, el debate en torno a la dicotomía mercado-gobierno dejó de centrarse en el rechazo ideológico de las intervenciones del poder público en la economía. Casi todos los economistas serios que participan en este debate aceptan que dicha intervención es necesaria, y lo que hoy se discute es cómo hacerla compatible con el sistema de precios. El problema no es desaparecer la acción económica del gobierno, sino identificar los instrumentos adecuados para que ella tenga lugar de manera socialmente eficaz. En cada caso específico la comunidad debe decidir si dichos instrumentos son sólo regulatorios y normativos o contractuales y de carácter abiertamente incitativo. En las posiciones teórico-políticas que en los países industrializados responden en términos generales a una sensibilidad de corte socialdemócrata, el problema suele enfocarse considerando que junto con la norma (es decir, la ley, el reglamento) y el contrato (por ejemplo, los acuerdos colectivos), la acción de los precios puede ser un factor muy eficiente para orientar el comportamiento de los agentes en función de los intereses y las finalidades de la comunidad (y no sólo de los grupos del poder económico). Es evidente que los mecanismos de mercado desempeñan un papel esencial en el funcionamiento de la economía. Y, salvo que se tenga nostalgia por cualquiera de las variantes de la economía administrada, este hecho hay que admitirlo y, en consecuencia, inscribir en ese contexto la acción económica del gobierno. El reto es regular la operación del mercado, canalizar su dinámica. Para ello el gobierno debe hacer uso pertinente de todo instrumento al alcance de la política pública. La ilusión de un mercado autorregulado, que produce sus propias finalidades, crea una extraña comunidad entre los llamados neoliberales (que, como se vio en la reunión del Economist, llegan a experimentar cierto gozo estético con esta creencia) y los críticos a ultranza de la economía de mercado (a quienes esta visión ideológica les causa gran escozor). Frente a la
cofradía de los cruzados, quienes
admiten la economía de mercado sin pretender librar a su
dinámica el
devenir de la sociedad, piensan, por su parte, que la responsabilidad
de los gobiernos consiste en poner aquella economía al servicio
de
finalidades colectivas. Saben que los casos de desarrollo
comparativamente más exitosos del mundo contemporáneo
(España,
Sudcorea, Dinamarca, Finlandia, Taiwán) tienen como base una
variedad
de decisiones de asignación de los recursos que combinó
el dinamismo
del mercado con intervenciones estratégicas del sector
público §
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