La Jornada Semanal,   domingo 4 de julio  de 2004        núm. 487
 De los enfrentamientos 
de las formas, 
los símbolos y los
significados

Carlos Monsiváis


Diego Rivera, Carnaval de la 
vida mexicana, "La dictadura",
1936, Mural al fresco sobre
bastidor transportable, 388 x
2101.5 x 5.5 cm. Museo
del Palacio de Bellas Artes.
Desde su inauguración en 1934, el Palacio de Bellas Artes se ha dedicado a justificar o hacer valer el programa (el proyecto) contenido en su nombre. Hasta años recientes, en la metrópolis que crece a costa del resto del país, los ofrecimientos y las oportunidades culturales se concentraban en unos cuantos lugares (la geografía de la Ciudad Letrada y Artística), y durante medio siglo el Palacio es el gran (único) espacio consagratorio de la cultura, el centro indiscutido de lo valioso y lo obligatoriamente reconocido. En muy distintos niveles, el centralismo de la capital se reproduce a escala, y Bellas Artes es el ámbito de lo imprescindible: las grandes exposiciones, el desfile de cantantes y ejecutantes cuyo virtuosismo le da a quienes los escuchan la sensación del triunfo perdurable ("Me tocó oír a la Callas/ Vi a Stravinsky dirigir La consagración de la primavera"), las orquestas sinfónicas que despojan a las minorías ilustradas de la sensación de vivir en un pueblo, las temporadas de teatro y danza, las sesiones de la vida literaria, los homenajes a las Glorias Nacionales, incluso algunos hechos relevantes de la política como un Informe Presidencial.

Desde el principio, el desarrollo de las actividades en el Palacio de Bellas Artes responde a la internacionalización cultural que en algo compensa de vivir tan alejado de los ofrecimientos de las metrópolis, y evidencia también el cambio paulatino en la idea de Revolución, en los inicios la violencia que crea las leyes y las instituciones, y ya después, en la década de 1920, durante la presidencia de Álvaro Obregón (1920-1924), la violencia que ya admite y sin reparos la elocuencia de las artes y las humanidades, el prerrequisito (como se hubiera dicho) de la pertenencia al Concierto de las Naciones.

El asesinato de Álvaro Obregón en su campaña reeleccionista (1928) constituye la señal de lo irretornable. Si se quiere un Estado fuerte y una nación y una sociedad con energía creativa, al lado del arraigo de las instituciones y la consolidación del autoritarismo sin reelección, se debe impulsar "la Vida del Espíritu", entendida como el disfrute de la complejidad artística o, por lo menos, como lo que modifica a fondo los hábitos de la recepción artística y literaria. De maneras no tan diversas, los gobiernos que suceden al de Obregón (y de un modo u otro el proceso llega hasta al de Adolfo López Mateos, 1958-1964), continúan en la parte cultural el proyecto de José Vasconcelos, el secretario de Educación Pública de Obregón. Y así sea con el propósito del autoelogio o el del incipiente turismo de las artes plásticas, se acentúan los planes del refinamiento del gusto y el elogio del humanismo, esa zona del conocimiento y la creación que acrecienta la importancia de las personas al permitirles la entrada a otra dimensión de la vida. De manera curiosa o no tanto, "la salvación por el Espíritu" no discrepa pese a todo de la política del periodo 1920-1940, la defensa de las clases populares, la radicalización que demanda la amenaza del nazifascismo.

"Serán mensaje, 
más tendrán sentido"

En 1934 se le encarga a Diego Rivera un mural en Bellas Artes, y él retoma su proyecto del edificio rca del Rockefeller Center en Nueva York, que cancela atrozmente el patrocinador Nelson Rockefeller, al localizar en el mural el retrato de Lenin. El mural de Nueva York llevaría el título de Man at the Crossroads Looking with Hope and High Vision to The Choosing of a New and Better Future; al reanudarse en México se llama sintéticamente El hombre en el cruce de caminos, o como también quiso Rivera, El hombre contralor del Universo.
 
 
David Alfaro Siqueiros, Nueva Democracia, 
1944. Piroxilina sobre celotex, 550 x 1198 x
6 cm. Museo del Palacio de Bellas Artes.
A la sociedad de la época no le parece una contradicción excesiva ver la andanada ideológica y visual de Rivera (un homenaje a la Revolución soviética, una burla despiadada del "aburguesamiento" de la Revolución mexicana, un acto de politización desafiante), alojada en un edificio proveniente de la autocomplacencia de la élite porfiriana y sus esplendores a mediano plazo. Si se me permite la interpretación, más de una década de muralismo le ha enseñado a los conservadores y a los simplemente liberales a no confundir los murales con la realidad. En El hombre en el cruce de caminos –como en Katharsis, de Orozco–, se produce un esquema de "Juicio Final", la pintura como la escritura en la pared que consigna el presente y el porvenir ineluctables. Cunden los puños en alto, las estrellas rojas, las multitudes en el acto evidente de entonar "La Internacional", los iconos centelleantes (Lenin, Trotski, Marx, Engels), el ejército soviético, el avance del socialismo en el mundo, el caudillo Plutarco Elías Calles satirizado dos veces en el políptico Carnaval de la vida mexicana (en una empuña un pollo como cetro), la iglesia católica ridiculizada, los héroes populares a la carga, el lema "Proletarios del mundo uníos, no tenéis que perder más que vuestras cadenas", la represión política, la burguesía que juega a las cartas y se disuelve en el champán, la religión como la parálisis del pueblo, el ejército del imperialismo que ostenta las facciones de las máscaras antigás.

Todo esto, sin embargo, no se convierte en la renovación de la querella entre el movimiento artístico y la sociedad tradicionalista. Por un lado, la década de 1930 es radical, porque eso propicia el desarrollo de la Unión Soviética y, crecientemente, eso demanda la obligación de contener a Hitler y Mussolini; también, porque al normalizarse "la mirada artística" (el ya no observarse la movilización de las masas donde sólo están las versiones plásticas de las masas movilizadas), se da la primera "coexistencia pacífica" de los espectadores no comunistas o trotskistas con la agresividad del muralismo. En 1934 y 1935, el tiempo de la instalación de las obras de Rivera y Orozco, ha disminuido la animosidad contra los muralistas que antes ejemplifica, un tanto desconsideradamente, el escritor Salvador Novo, al hablar de los murales de San Ildefonso:

Pinturas repulsivas, destinadas a despertar en el espectador, en lugar de emociones estéticas, una furia anarquista si es pobre o, si es rico, a hacer que sus rodillas tiemblen de miedo... Se ha repetido hasta el cansancio que el arte no es la naturaleza. Estas caricaturas no son la naturaleza y sin embargo son ridículas. Ya que una obra de arte, cuando no es bella, difiere de una caricatura en la medida en que lo eleva a uno, mientras que la última lo arrastra a uno hacia abajo. (El Universal, 3 de julio de 1924).

Ha concluido la etapa de la confrontación muy directa, de los estudiantes que se ríen e indignan ante las figuras en las paredes, y que obligan a los pintores a llevar armas a los andamios, de la calificación de "Monotes" dedicada a los murales. Y, además, ya intervienen los argumentos de la estética y del reconocimiento de los extranjeros. Si no todos se convencen de la valía de la Escuela Mexicana de Pintura, o si muchos resienten la presencia del "traidor" Trotski en el mural, sí persuade la admiración internacional por la revolución artística de dos décadas en la Ciudad de México, que se divulga con el nombre de "Renacimiento Mexicano" (The Mexican Renassaince). Los incrédulos van dejando de serlo, aparece la costumbre de ver arte público y los más reacios admiten las resonancias del muralismo. Más que al odio de la derecha, disminuido o resignado, los pintores responden a las dudas personales y artísticas: ¿Qué tanto radicaliza su pintura? ¿Qué tanto ha transformado la Escuela Mexicana la conciencia de los lectores de imágenes o espectadores? Al ya no polemizar con las miradas asombradas y furiosas y los dicterios de la derecha, los pintores conocen otro tipo de intensidad: la certeza inaugural del carácter clásico del movimiento. Clásico, porque emblematiza entusiasmos y convicciones primordiales y porque al poco tiempo de implantarse, el muralismo es la primera expresión artística que se considera "genuinamente nacional", no por chovinismo sino por el orgullo de las aportaciones al arte del mundo (el gran tema "autóctono" en Bellas Artes es el emperador Cuauhtémoc en los murales de Siqueiros). Aunque no lo digan así, los pintores se saben ante un espacio catedralicio y actúan y pintan en consecuencia o proponen las obras convincentes. Todos, por el convenio no escrito pero implacable, confían en el vigor del arte que es arenga y es forma que trabaja en la memoria de quienes lo contemplen, incorporándose a sus visiones esenciales.

Si hay algo muy presente en el muralismo en general, y ya más específicamente, en la etapa que genera los murales en Bellas Artes, es una convicción artística, educativa y social. Al arte le corresponde entregar lo que la sociedad (nacional e internacional) requiere en cada etapa, los aportes que muy pronto se convierten en la tradición. En apenas diez años, en los murales se verifica el cambio de perspectivas de quienes los contemplan. A la fe en la Revolución de la década de 1920, la va reemplazando la fe en el arte como promotor del lenguaje simbólico que se opone al apocalipsis entonces a la puerta.

No hay duda, los murales de Bellas Artes no forman un paisaje coherente, en el sentido de la unificación del discurso, pero sí pertenecen caótica y voluntaristamente al mundo de creencias compartidas: sin el intercambio permanente de los símbolos las sociedades se debilitan y se atrofian; sin la elocuencia (el idioma de la grandeza pictórica) el lector de imágenes no se siente aludido o involucrado; sin la belleza no se construye la resistencia a la barbarie.

Cuauhtémoc, Lenin y México 
a favor del mito
 
 
En vísperas de la segunda guerra mundial persiste el fervor de la victoria de los trabajadores y del papel desfanatizador de la educación y la ciencia (en el caso de Rivera), y la batalla purificadora, la destrucción y la reconstrucción a través del fuego (Orozco). También, no obstante los señalamientos anarquistas y socialistas, se reconoce y amplía lo que el término Palacio invoca: un recinto de la aristocracia, en este caso la del espíritu. Y por eso los murales son, desde el principio, la apoteosis del lenguaje simbólico.

El Palacio, tan art noveau, demanda de los mejores artistas su contribución al espacio canónico. David Alfaro Siqueiros pinta en 1944 Nueva democracia, en 1945 Víctimas de la guerra y Víctima del fascismo y en 1951 Cuauhtémoc redivivo y Tormento de Cuauhtémoc; Roberto Montenegro termina en 1928 Alegoría del viento, que se instala en Bellas Artes en 1965; Manuel Rodríguez Lozano pinta La piedad en el desierto en 1942, que se traslada en 1966, y Jorge González Camarena comienza Liberación en 1957 y lo concluye en 1963.

Todo esto habla más de un museo que de un edificio que distribuya orgánicamente la obra muralista y, también, informa de una sensibilidad más allá de los estilos personales. Al respecto, es muy interesante la opinión de Rivera entrevistado por Luis Suárez: 

Hasta ahora toda la pintura mexicana tiene algo de positivo. La misma pintura de Tamayo puede eventualmente ser atacada, aunque tiene ochenta probabilidades sobre cien de sobrevivir, porque dentro de sus concepciones, al modo internacional, es decir, imperialista de expresión, Tamayo conserva indudablemente gran cantidad de sensualidad y gran talento genuinamente mexicanos, como él, y un don indudable de verdadero pintor muralista. En el Palacio de Bellas Artes, en donde hay obras de Orozco, Siqueiros, Rivera y Tamayo, son indudablemente las de Tamayo las únicas que realmente se adaptan y se hermanan a la arquitectura del edificio. Esto no es un elogio a esta horrenda arquitectura, pero sí lo es, y cabal, al pintor que supo hacer vivir una bella pintura en armonía con la abyecta arquitectura que la encuadra.
A lo largo de treinta años, la selección de los muralista revela el trueque de estímulos: el Estado consagra a sus pintores y, en recompensa, ve acrecentado el valor de su Palacio, "morada del Espíritu" a cargo de la Raza (en la etapa de símbolos es enorme la significación de las alegorías). Surge, como "distinción nobiliaria", la categoría de "muralista del Palacio de Bellas Artes", algo distinto a muralista de la Secretaría de Educación Pública y del Palacio Nacional ("condecoraciones" de Rivera), o de "Gran Señor de los Muros" del Hospicio Cabañas (distinción de Orozco); o de muralistas y pintores de gran prestigio (Siqueiros y Tamayo, con grandes resonancias de índole diversa y antagónica), o de pintores muy reconocidos (Montenegro, Rodríguez Lozano, González Camarena).

¿Qué determina la necesidad de murales en el Palacio de Bellas Artes? En 1934, la Revolución mexicana (el conjunto de instituciones y mitologías, de héroes y traiciones, de logros y sensaciones del fracaso nacional debido a los oportunistas y saqueadores), aún no vive su etapa de serenidad, por así decirlo, y todavía atiende a la vehemencia de los alegatos políticos y artísticos, de los combates de Rivera, y la ira compleja y un tanto indescifrable de Orozco. Del gobierno del presidente Lázaro Cárdenas se espera el refrendo del impulso de las masas, cifrado en dos axiomas del radicalismo: a) sólo a través del mensaje se descifra la forma, y b) en los edificios públicos pueden producirse los grandes señalamientos de la conciencia. Rivera considera su mural un sitio de encuentro de fuerzas primordiales, de la lucha de clases, de los héroes cuyo sentido es transformar el ejemplo personal en instituciones de la limpidez del progreso. Orozco, por el contrario, ve en la conflagración el hecho que evita el maniqueísmo: "mejor la destrucción, el fuego". Las fuerzas destructoras avanzan, y ante ellas se eleva la esencialización de las causas. Justino Fernández halla el nombre para el mural de Orozco: Katharsis, lo esencial que el desastre entrega a los sobrevivientes.

De los temas como 
pretextos visuales

Son las grandes soluciones formales lo que el público (el espectador) toma en cuenta de los murales de Bellas Artes. El edificio es a tal punto avasallador que, por así decirlo, los temas se subordinan al ímpetu del conjunto. Y luego, en las décadas siguientes, el desarrollo histórico tiende a subrayar la calidad estética, lo que podría ser una decepción póstuma para los artistas, con la posible excepción de Tamayo, que en Nacimiento de nuestra nacionalidad (1952) y México de hoy, al margen de sus intenciones (representar la superioridad tecnológica de la Conquista y la resistencia amortiguada de los indígenas), opta por la impetuosidad del color y las formas, lo que elimina con rapidez cualquier lectura ideológica, algo imposible en el caso de la obra de Rivera, donde la connotación de figuras como Lenin y Trotski y las representaciones del capitalismo se van leyendo con ánimo distinto según la época. ¿Qué es hoy Lenin, qué es el ejército soviético, cómo se vive ahora la lucha de clases? El mural de Rivera no ha envejecido en lo mínimo, pero sus interpretaciones primeras sí van desapareciendo o ya no se perciben. Véase una descripción del propio Rivera del mural Carnaval de la vida mexicana (1936):

De los otros dos paneles, dedicados a temas más contemporáneos, uno se burla del México de los turistas y de las señoras folcloristas, disecando tipos urbanos cuyas imbéciles pretensiones se satirizaban con orejas de asnos que les brotaban de la cabeza.
Para los símbolos muy directos el gran riesgo es la muerte del contenido y el realce de la forma. Los muralistas conciben una lectura de las imágenes basada en sus premisas, que los espectadores han de reproducir con fidelidad. Esto, no hace falta decirlo, nunca sucede, y la lectura más vívida (y parcial) de los murales se expresa a través de las reproducciones, que inundan las portadas de los libros y revistas, ilustran las publicaciones, se vierten en las tarjetas postales, y se extienden en el imaginario colectivo. Si esto afecta menos a Orozco y Tamayo que a Rivera, Siqueiros y González Camarena, a fin de cuentas los incluye a todos, porque el fluir de la historia obliga a otras lecturas. Léase la interpretación de Rivera de otro de los paneles del mismo mural:
El otro pintaba el carnaval que es hoy la vida mexicana. En él, hombres en uniformes simbólicos, de rostros como máscaras, cargaban contra espantapájaros de paja mientras las muchedumbres callejeras tocaban obedientes sus matracas. Entre ellos, un general de cara de cochino bailaba con una mujer que simbolizaba a México; su mano, subrepticiamente, pasaba por encima del hombro de ella para robar la fruta que tenía a su espalda en una canasta. Un hombre con fisonomía de borrego, simbolizando al intelectual de alquiler, trasmitía una reseña oficial de las festividades, enarbolando un hueso seco. Por encima de su hombro se asomaba un clérigo gesticulante. Detrás de una enorme figura desproporcionada aparecía la cabeza de un capitalista mexicano. El horrible, gesticulante gigante que oscurecía y dominaba el panel tenía los rasgos de Hitler, Mussolini, Franklin D. Roosevelt y el emperador de Japón. Una bandera que sostenía en la mano derecha era un compuesto de los colores respectivos de Alemania, Italia, los Estados Unidos de Norteamérica y el Japón.

Diego Rivera, Proyecto para 
el tablero México folklórico 
y turístico, del políptico Carnaval
de la vida mexicana (Carnaval
de Huejotzingo), para el Hotel
Reforma, 1936, sanguina sobre
papel, 60.5 x 46 cm
Col. Lance Aaron y Familia
Además de la incongruencia desmedida de incorporar a Roosevelt en el lugar que le correspondería justamente a Stalin, Rivera se declara por entero participante de la época donde la pintura requiere de interpretaciones literarias y políticas que la "modifiquen" y le den el sentido último. Pero de 1953, cuando Tamayo concluye el último mural de Bellas Artes, al día de hoy, se ha impuesto la exigencia de analizar a la pintura desde la pintura misma y, también, por razones de la prisa contemporánea y del auge de lo visual, el espectador apresa las formas y deja de lado las interpretaciones o, en cualquier caso, nunca las vuelve la óptica privilegiada. El desciframiento de los paisajes simbólicos va detrás de los símbolos, y el espectador de hoy que nada sabe o pronto se olvida de quién es, en el mural de Rivera Carnaval de la vida mexicana, Agustín Lorenzo, que peleó contra los franceses e intentó alguna vez secuestrar a la emperatriz Carlota, sí toma en cuenta la figura francamente cinematográfica que se lanza contra los suavos machete en mano. Y la eficacia inmensa de los murales de Rivera tiene hoy que ver con la creación de imágenes que el espectador ubica como prefiera en su naipe mental.

Dije que este no era exactamente el caso de las obras de Orozco y Tamayo, ni tampoco por otras razones, de Siqueiros. La simbología de la Gran Prostituta de Babilonia o de "la Chata", su equivalente en Katharsis, se ajustan a la belleza de lo horrendo, no a la combustión de los símbolos, y de Tamayo se disfruta su poderío visual inagotable. Pero en todos los casos, lo que expresamente quisieran decir los pintores ya no se filtra, oscurecido por lo que nos deslumbra. Y sólo Siqueiros, al insistir en el Tormento de Cuauhtémoc, refrenda en los espectadores mexicanos la necesidad de optar entre una y otra parte componente de la nacionalidad, lo que en la mayoría de los casos favorece al emperador azteca, no por querellas del anacronismo, sino por levantar con encuestas positivas de una sola persona la visión de los vencidos. 

La lectura de los murales de Bellas Artes ha ido cambiado; su gran aportación estética se acrecienta.